Por: Lic. Laura Arco
Días atrás al llegar al colegio donde doy clases, me sorprendió un comité de bienvenida que me salió al encuentro. Tanta gentileza, en estos tiempos es más que sorprendente; es más bien sospechoso.
El misterio se develó cuando una joven me preguntó si podríamos ver el partido de fútbol de Argentina-Bolivia que se transmitiría precisamente en el horario de nuestra clase.
La respuesta fue contundente. “¡No!”
Varios argumentos poco sólidos surgieron por uno y otro ángulo del aula. Cerré el bombardeo con la pregunta “¿Quieren saber quién gana?” (Silencio). Yo se lo digo y nos ponemos a trabajar. (Más silencio)
–Gana Bolivia– martillé.
Brotaron algunos reclamos y quejas, pero débiles como llanto de muñeco Yolibel.
La clase terminó antes que el partido,
Dos días después nos volvimos a encontrar y mis jóvenes discípulos me interrogaron “¿Cómo sabía que Argentina perdía?” Sonriente les dije:” Tal vez soy profeta”. Y muchos rieron. (Yo también).
Lo demás de la conversación no viene al cuento, es un asunto meramente áulico.
En mis soledades he seguido sonriendo al recordar el episodio. ¡“Tal vez soy profeta”!
Me dije “sí hay profetas… pero también ¡Ay, profetas!”.
Así como por todos lados ha brotado la Apostolitis, también ha brotado una epidemia de Profetrosis aguda. Hoy cualquiera que predice un acontecimiento tiene la aspiración de Profeta del Altísimo. Ruego a Dios que los meteorólogos no entren en este síndrome porque como dice el refrán ¡“éramos pocos y parió la abuela”!.
Si tomamos las cosas en serio, como debe ser, cualquiera, es decir todo hijo de Dios está habilitado para profetizar, pues sólo debe decir lo que el Padre dice y ya está. Ese bendito libro al que llamamos Biblia no es otra cosa que la palabra de Dios, por lo tanto, decir lo que dice la Biblia es hablar en nombre de Dios, es profetizar.
Ahora bien, hay apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros.
No nos debe sorprender que cualquiera que no ha profetizado nunca, en un “de repente”, diga algo de parte de Dios, pues si es voluntad de Él, así será, como ya lo anunció por boca de profeta justamente.
“Y después de esto derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones”.
“Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días.”
(Jl. 2:28-29)
Dios es el Padre del ser humano; si alguno cree tener un perfil simiesco, lamento desilusionarlo y decirle que el útero donde se gestó el diseño de la humanidad se llama mente de Dios, y es El quien nos parió, desde luego, a su manera, a la manera de Dios. Lo que ocurre es que no todos los humanos quieren ser hijos suyos, y han optado y adoptado otra paternidad. Pero eso es harina de otro costal. No nos alejemos del asunto de hoy.
Dios prometió la democratización del Espíritu Santo. En tiempos antiguos éste se concedía a personas especiales en tiempos especiales, para cumplir tareas especiales. Pero en Pentecostés ya vimos que esa promesa tuvo su primer cumplimiento (Hch. 2) ¿Qué nos hace pensar que aquello no volvería a producirse?¿No se nos anunció que manifestaciones aún mayores veríamos?
Que no nos asombre que se levanten voces profetizando por doquier. Eso es lo que debe ocurrir. El problema está en discernir quién es profeta (don profeta), quién tiene un don profético y quién, por derramamiento del Espíritu Santo, en determinado ocasión, habla lo que Dios le manda hablar.
No todo el que profetiza es profeta.
Como hija de Dios, cada vez que digo lo que está en las Sagradas Escrituras, profetizo.
Si anuncio que “los que sembraron con lágrimas cosecharán con regocijo”, no hago otra cosa que profetizar lo que Él ha dicho que ocurría. (Salmo 126:5). Mi boca habla su palabra que es fiel y verdadera y que permanece para siempre y por lo tanto sigue siendo poderosa y efectiva.
Yo les anticipé a mis alumnos el final del partido. Eso no me hace profeta, aunque el resultado fue acorde a mis palabras. Fue una simple deducción dado que los jugadores argentinos están acostumbrados a la presión atmosférica a nivel del mar y luego jugarían sin haberse aclimatado, y menos adaptado, a la altitud boliviana.
He recibido profecías y profecías. Algunas advierten acerca de los tiempos que se avecinan y dan instrucciones para vencer la adversidad, y explican el qué, el cómo, el dónde, el porqué y el para qué. Estas son como maquetas de las próximas batallas que nos permiten conocer para no perecer. Es el mismo Dios que nos muestra lo oculto porque Él pelea la batalla y todo aquél que en El confíe estará seguro bajo su abrigo y protección (2 Cr.20:20). Cuando el profeta habla y dice que hay que matar un cordero y ungir el dintel de la puerta, está diciendo viene una catástrofe, Dios quiere salvarte una vez más. Da evidencia de que aceptas el amor de Dios pintado con sangre, es decir, haz una señal profética.
Las profecías de Ezequiel no son como las de Amós, ni profetizó Jeremías como Habacuc. Jonás no es comparable con Isaías, pero, ¿podríamos decir que alguno no fuera como Daniel, profeta del Señor?
A cada uno, conforme le ha placido al Dueño de la Viña, le ha encomendado hacer su tarea.
No se profetiza al modo judío o no judío, se profetiza desde quién se es, desde la individualidad de cada escogido.
Para un neófito no hay distinción entre cuchilla o cuchillo, basta con una hoja de metal bien afilada y un mango en su extremo. Pero un especialista sabría distinguir y llamar por su nombre a cada variedad y no sólo eso, también sabría seleccionar y escoger conforme a la necesidad y ocasión. ¡Cuánto más sabe nuestro Creador qué hombre le es instrumento útil para cada mensaje que quiere dar a los hombres de cada tiempo!
Hay profecías de entrecasa, hay profecías para ciudades, para naciones y para los siglos.
Hay profecías que se construyen con las promesas espirituales y hablan de justicia para los que confían en el Señor y castigo para los impíos, de riqueza para los justos y escasez para los avaros.
¿No será de Dios? Claro que sí, pero no hace falta ser profeta para profetizarlas. Por el amor de Dios, ninguno diga de sí lo que Dios no dijo antes, no sea cosa que por sus palabras sea juzgado.
¿Hay profetas? Sí, los hay. ¿Hay falsos profetas? Sí, los hay.
¿Cómo los discernimos? Por el mensaje que dan: no hablan de lo suyo, sino lo de Él; no contradicen las Escrituras sino que se sostienen por ellas; revelan acontecimientos próximos que serán señal; son como espada de doble filo para separar lo santo de lo inmundo; arriesgan su reputación por obedecer a Dios.
Es bueno que unos y otros nos alentemos con las promesas divinas pues “las promesas de Dios son en El sí, y en Él Amén” (2 Co. 1:20), pero no nos autodenominemos profetas, sin su consentimiento. Es peligroso tomar su nombre en vano, así como jugar con el fuego.