P.A. David Nesher
«Sucedió, pues, que cuando llegó José a sus hermanos, ellos quitaron a José su túnica, la túnica de colores que tenía sobre sí; y le tomaron y le echaron en la cisterna; pero la cisterna estaba vacía, no había en ella agua. Y se sentaron a comer pan; y alzando los ojos miraron, y he aquí una compañía de ismaelitas que venía de Galaad, y sus camellos traían aromas, bálsamo y mirra, e iban a llevarlo a Egipto. Entonces Judá dijo a sus hermanos: ¿Qué provecho hay en que matemos a nuestro hermano y encubramos su muerte? Venid, y vendámoslo a los ismaelitas, y no sea nuestra mano sobre él; porque él es nuestro hermano, nuestra propia carne. Y sus hermanos convinieron con él. Y cuando pasaban los madianitas mercaderes, sacaron ellos a José de la cisterna, y le trajeron arriba, y le vendieron a los ismaelitas por veinte piezas de plata. Y llevaron a José a Egipto.»
(Bereshit/Génesis 37: 23-28)
¿Puede la envidia causarte el deseo de matar a alguien? Antes que digas: “¡Claro que NO!”, te solicito que medites en esta historia. Diez hombres adultos, se dispusieron en complot para matar a su hermano de sólo 17 años por causa de una túnica rayada de colores especiales y un par de sueños. Su envidia se había convertido en un profundo enojo con pensamientos llenos de cosas terribles.
La túnica representa realeza y autoridad. Aquella túnica de colores era la señal del favor del padre. La entrega de Yaakov (Jacob) de esta prenda a su hijo Yosef (José), en reconocimiento al nivel de obediencia que este le entregaba en honra, había despertado la envidia de los hijos mayores. Por ello, los hijos de Yaakov no reconocieron a Yosef como el jefe que el padre había puesto sobre ellos. No hay duda alguna que los hermanos deben haber tenido un placer perverso al arrancársela a Yosef y debía haber sido particularmente doloroso para Yosef que se la arrancaran. El relato pone de manifiesto el odio de los hijos de Yaakov a Yosef su hermano. Al igual que animales de presa, de inmediato saltaron sobre él. No era suficiente matarlo, tenían que insultarlo también. Ellos lo molestaron mientras lo despojaron de su manto real.
Al meditar en el paralelismo mesiánico del relato discernimos que Yeshúa y Yosef fueron despojados de sus ropas y soportaron la burla y el escarnio de los que estaban a su alrededor.
Yeshúa también fue insultado y despojado. Leemos en el Evangelio:
«Entonces los soldados del procurador lo desnudaron, tomaron su túnica sin costura»
(ver Mateo 27:27-28 y Juan 19:23).
Al igual que Yosef, no fue suficiente matar a Yeshúa, también se burlaron de Él, lo insultaron, escupieron y fue azotado antes de que lo mataran (Lucas 18:33).
Los hermanos de Yeshúa tampoco reconocieron su autoridad que tenía del Padre:
“Cuando llegó Yeshúa al templo, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo se le acercaron mientras enseñaba, diciendo: ¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te dio esta autoridad?”
(Mateo 21:23)
El salmista y rey David ya había anunciado esto al escribir:
“…reparten mis vestidos entre sí, y sobre mi ropa echan suertes.”
(Salmo 22:18)
Con este versículo en su corazón y meditando en lo dicho proféticamente por el salmista, el evangelista y apóstol Mateo escribió:
“Y habiéndole crucificado, se repartieron sus vestidos, echando suertes”
(Mateo 27:35)
Aquí es donde me parece conveniente recordarte que del mismo modo, a cada creyente en Yeshúa el Abba nuestro ha entregado la cobertura de Su Espíritu Santo que es garantía especial de Su Gracia (cf. 2 Corintios 1:22; 5:5; Efesios 1:13-14; 4:30). Ciertamente, muchos son los enemigos espirituales que quieren arrancar del creyente la seguridad del favor del Padre. Pero uno de los más peligrosos es, sin duda alguna, la envidia de aquellos con los que nos relacionamos a diario.
Es asombroso ver como el maltrato de los hermanos de Yosef no disminuyó el apetito de ellos. La Torah dice que se sentaron a comer pan (37:25), mientras que Yosef les rogaba por su vida desde el pozo (42:21). Pero ellos no escucharon. Un físico podría calcular el tiempo exacto para que el grito de Yosef llegara a los oídos de sus hermanos. Pero, metafísicamente, tuvieron que pasar veintidós años para que aquel grito pasara desde sus tímpanos hasta sus corazones.
El carácter despiadado de estos hermanos es evidente. Podían sentarse y disfrutar de la comida, mientras que sus corazones estaban decididos a asesinar a su hermano. Fue justamente a esta dureza y crueldad a la que el profeta Amós se refiere, cuando dijo:
“Ustedes beben vino en tazones y se perfuman con las esencias más finas sin afligirse por la ruina de Yosef.”
(Amos 6:6 NVI)
Los hermanos (que habían matado a todos los hombres de Siquem) era probable que no se molestaran con los gritos de alguien al que ellos envidiaban y por ende, ahora odiaban.
Fue en ese momento, cuando alzaron sus ojos y vieron una caravana de ismaelitas que venía de Galaad, donde Labán y Yaakov tuvieron sus enfrentamientos algunos años antes. Estos comerciantes eran descendientes de Ismael (25:13-16); llevaban en sus camellos especias, bálsamo y mirra para hacerlos bajar a Egipto para comerciar (37:25b). Es irónico (y no casualidad) que estos tres elementos fueran los mismos regalos que los hermanos de Yosef le llevaron cuando él ya estaba reinando junto al Faraón, en Egipto (43:11).
El relato se vuelve tan impactante como paralizante. No sabemos si debemos pensar bien de los hermanos de Yosef, ya que decidieron perdonarle la vida, o pensar mal de ellos, ya que imaginaron que podían deshacerse de él y hacer un poco de dinero al mismo tiempo. La envidia los llevó a mirar tan en menos a Yosef que consideraban que su hermano sólo tenía un valor de veinte piezas de plata, menos que un esclavo.
Vemos que aquí es cuando Yehudáh asume un papel de liderazgo en relación con el destino de Yosef. Será él quien dirá:
“¿Qué provecho hay en que matemos a nuestro hermano y ocultemos su sangre?… Después de todo, él es nuestro hermano, así que sólo vendámoslo como un esclavo en lugar de matarlo.”
(37:26).
Lo paradójico e irónico de todo, es que este será este hijo de Yaakov, que se convertirá en el ancestro del Mesías Yeshúa, el intercesor por excelencia de todos sus hermanos.
Desde este punto Yehudáh adquiere un papel cada vez más destacado en la familia. Él dijo: vendámoslo a los ismaelitas, y no sea nuestra mano contra él. Sus hermanos aceptaron su sugerencia. Ellos podrían evitar el pecado de asesinato y obtener un beneficio al mismo tiempo.
Los hermanos de Yosef, que hipócritamente no quisieron contaminarse con su sangre, lo vendieron a los ismaelitas, así mismo, siglos después, los judíos, que hipócritamente no querían contaminarse con la sangre del Mesías, llevaron a Yeshúa al gobernador romano Poncio Pilato (Juan 18:28).
Entonces, cuando pasaron los mercaderes madianitas, sacaron a Yosef de la cisterna, lo subieron y lo vendieron por veinte piezas de plata. Y llevaron a Yosef a Egipto (37:28). A causa de este incidente, más tarde Moshé (Moisés), inspirado por el Eterno, fijaría el valor de rescate de un jovencito entre cinco y veinte piezas de plata (Levítico 27:5); y el precio promedio de un esclavo en treinta siclos (Éxodo 21:32).
Lo maravilloso de esta historia es que los hermanos de Yosef no se dieron cuenta, pero cuando lo vendieron se aseguraron el cumplimiento de los dos sueños que él les había relatado; y es que la Providencia divina utiliza todas las circunstancia para beneficio del cumplimiento de su propósito eterno (Romanos 8:29).
Cabe aquí también decir que, tanto para la Torah del Eterno, como para los códigos jurídicos de aquella época, lo que sus hermanos le hicieron a Yosef era considerado un crimen y una ofensa capital.
Tipológicamente hablando, Yeshúa y Yosef fueron traicionados a cambio de plata. Yosef fue vendido por el precio de un esclavo por su hermano Yehudáh, y Yeshúa fue vendido por el precio de un esclavo por su discípulo (talmid) Judas (forma griega de decir Yehudáh). Cuando Judas, el que lo había traicionado, vio que habían condenado a Yeshúa, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos.
— «He pecado» —les dijo— porque he entregado sangre inocente«
(Mateo 27:3-4a).
Volviendo al relato del libro de Bereshit (Génesis), notamos que a los hermanos de Yosef les preocupaba cargar con la culpa de su muerte. Por eso, Yehudáh ofreció una alternativa que no era correcta, pero que los libraba de cometer homicidio. Y a decir verdad, nosotros también, en distintas ocasiones, guiados por el sentimentalismo, optamos por soluciones que son “menos malas” pero están igualmente infectadas de errores. Pues bien, muchas de estas “soluciones” son el producto de la impulsividad que provoca la envidia que se ha desarrollado en nuestro corazón.
El conocido filósofo y teólogo Tomás de Aquino dijo que “la envidia consiste en una tristeza ante el bien del prójimo, considerado como mal propio, o en cuanto se piensa que disminuye la propia excelencia, felicidad, bienestar o prestigio”. Por eso, la Torah enseña que la caridad o justicia social (hebreo tzedakah) permite que nos alegremos del bien de los demás, haciendo que la envidia se debilite y muera.
Lamentablemente debo decir aquí, que en mis años de trabajo en servicio al alma humana, he aprendido que la envidia es el pecado capital más difícil de reconocer por el ser humano, ya que constantemente este busca justificar su manifestación. Sin embargo, debemos aceptar que la envidia fuera de control puede crecer rápidamente y conducir a acciones pecaminosas muy serias.
Mientras más tiempo el ser humano cultive la envidia, más difícil será desarraigarla de su vida. El mejor momento para comenzar a tratar con la envidia es cuando te des cuenta de que estás llevando un registro mental de lo que poseen y alcanzan los demás.
Apreciado lector o lectora, por todo lo hablado, y ante el aprecio que tengo a tu alma, te invito a que en este momento eleves tu corazón al Eterno y permitas que Él lo examine en cuanto a este pecado capital (Salmo 139:23-24)