«Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel o su origen, o su religión. La gente aprende a odiar, y si pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar, porque el amor viene más naturalmente al corazón humano que su contrario».
Cuando salió de la cárcel lo hizo con la frente en alto para asumir con plena conciencia su destino y peregrinar hacia el ideal de construir esa democracia en verdadera libertad y equidad que siempre predicó y encarnó. Supo, además, dejar un legado de justicia y dignidad que se ha convertido en símbolo y estandarte universal en la lucha por la paz, la inclusividad y la vida plena. Se convirtió en un ente convocante, ícono de la alegría compartida y los sueños contagiados. A esa utopía hay que abrazarse en estos tiempos aciagos y azarosos. Mandela se aferró a las fuerzas bienhechoras para combatir las fuerzas malévolas.
«La muerte es algo inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que él considera como su deber para con su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que he hecho ese esfuerzo y que, por lo tanto, dormiré por toda la eternidad.»