Los niños no deben trabajar. Trabajar es cosa de grandes, nunca de niños. A los adultos nos toca brindarles todo lo que podamos para que ellos se dediquen a aprender, a jugar, a desarrollarse como personas. A disfrutar ni más, ni menos que de su niñez. Sin embargo, por triste que sea no todos los niños pueden hacerlo.
Todos sabemos que una cosa es educarse en el amor, y una muy diferente es amar. Así mismo, aprender a trabajar no es lo mismo que trabajar. Aprender el valor del trabajo como aspecto esencial de la dignidad del hombre es un maravilloso objetivo para desarrollar en los niños. El niño puede aprender el valor del trabajo viendo a sus padres que son trabajadores responsables, que son dignificados con el trabajo, que disfrutan de una vida confortable con lo que producen.
Un niño no puede aprender a trabajar con las mismas reglas de juego de un mayor. Sus prioridades son otras: el estudio, la alimentación, el juego, el aprendizaje de artes y hábitos, el deporte y tantas otras posibilidades.
El término “trabajo infantil” suele ser definido como el trabajo que priva a los niños, niñas o adolescentes de su infancia, su potencial y su dignidad, y que es nocivo para su desarrollo físico y mental. Se refiere al trabajo que: es física, mental o moralmente perjudicial o dañino para el niño e interfiere en su escolarización, privándole de la oportunidad de ir a la escuela; obligándole a abandonar prematuramente las aulas o exigiendo que intente combinar la asistencia a la escuela con largas jornadas de trabajo pesado.
La explotación del inocente con pesadas cargas y grandes responsabilidades no tiene olor de esperanza para el futuro. Situación muy diferente fue la de nuestros abuelos que aprendieron a trabajar en el campo de muy pequeños, pero en un ambiente de familia, de protección y de seguridad.
En el camino de la vida, es bueno aprender ciertas labores, adquirir experiencias, es decir, ir fraguando, en la propia personalidad, una conducta de trabajo y de esmero para lograr algo. En este sentido, muy diferentes son los trabajos-tareas simbólicas o pequeñas obligaciones que se proponen en casa, en la familia o incluso en la escuela. Estos quehaceres domésticos básicos y aún hasta las responsabilidades personales mínimas deben ser descubiertas y fortalecidas en el diálogo familiar, con afecto y contención.
Se debe saber distinguir muy bien entre lo que es trabajar y lo que significa aprender, en la niñez, a asumir una pequeña responsabilidad. El trabajo infantil puede ser muy malo, puede provocar muchas consecuencias negativas, puede dañar la moral e, incluso, la misma integridad vital.
Está bien claro que para trabajar, hay que ser adulto y estar formado. ¿Qué es lo propio del niño? La escuela, el juego, la amistad, papá y mamá, los dibujos… ¿Qué es lo propio del adulto? La responsabilidad, la pareja, el trabajo, la profesión…
En el trabajo infantil, se pierde, muchas veces, la inocencia, se arriesga la salud espiritual y también la física. No se puede exponer a los niños a los riesgos de un adulto.
Ante lo expuesto me surge una pregunta: ¿para qué queremos los adultos que los niños trabajen? Y la respuesta sale sola: para nada. Por el contrario somos los adultos los que debemos proveerles de todo lo que ellos precisan. No debe faltarles nada de lo esencial. Si, después de agotar todas las posibilidades y fuerzas para proporcionar bienestar a los hijos, no se puede cubrir todas sus necesidades, entonces, debe intervenir, en la familia, la asistencia del Estado.
Si hay un niño trabajando en la calle, es casi seguro que hay un adulto desocupado, un policía distraído, uno de nosotros que no mira lo que pasa en la calle, un juez fuera de la realidad.
Si la justificación de algunos adultos es solamente para educarlos en el trabajo, entonces, bien podemos iniciarlos en pequeñas responsabilidades dentro del hogar, pero nunca emplearlos fuera de la casa como: niñera, ayudante de verdulería, limpia vidrios, limpia botas, cadete, vendedor, peoncito de campo… Tan cómplice como el padre que manda a trabajar es el que le da trabajo y, en menor medida, el que utiliza sus servicios.
Es responsable también del trabajo infantil el Estado que ignora o no conoce la explotación de niños. Todos vemos niños con estampitas, golosinas y bolígrafos en los trenes, colectivos/buses y calles. Todos vemos, y nadie ve. Los ojos del Estado también son los nuestros. El pacto de silencio no hace bien, genera esclavitud y deja los derechos olvidados.
En lo posible evitemos dar monedas o alimentar el trabajo infantil, especialmente el de la calle. La calle no es un lugar digno para estar y las acciones “bondadosas” que generalmente realizamos pueden provocar efectos contrarios a los deseados. Muchos niños explotados en la calle existen porque hay personas que al regalar una moneda alientan esa explotación.
No permitamos que ningún niño trabaje en la calle ni en ningún lugar. Lamentablemente, muchos niños empiezan vendiendo una golosina y, al poco tiempo, terminan en la prostitución, quizás el peor riesgo y la consecuencia más triste. Por eso, no podemos quedarnos de brazos cruzados y con los ojos cerrados.