Por P.A. David Nesher
Estuve investigando la historia previa y contemporánea a nuestro Señor Yeshúa y me encontré con este relato de héroes de la fe que mucho no se cuenta en los documentos históricos comunes. Se trata de la vida de cuarenta y dos mártires que priorizaron la santidad de la Torah por sobre todas las cosas. Esos varones de fe perecieron antes los ojos del infame rey idumeo Herodes el Grande, quien reinaba sobre la nación del Eterno, por corrupta relación con Roma.
Para el rey Herodes el Grande el «águila imperial» de Roma era donde residía el poder supremo del orbe. Por ello, había ordenado a levantar en muchos puntos de Jerusalén imágenes de este símbolo con el objeto de despertar la admiración por el poder imperial reinante. No satisfecho con esto mandó a colocar un águila de oro sobre la Gran Puerta de entrada del Templo del Eterno, simbolizando el poder de Roma, por sobre el Dios de Israel.
Para los judíos eran tan humillante verse obligado a pasar bajo el «águila imperial» para entrar en la casa de su Dios, ya que esto encerraba un doble escándalo: por un lado ellos veían un ídolo instalado delante del Lugar Santo; y por otro lado, ellos tenían que ser testigo del culto que le tributaban los soldados romanos, ya que esta águila de oro, verdadera obra maestra del arte, presidias las legiones a través de un estandarte.
En el años 4 a. C., poco antes de la muerte de Herodes el Grande, estalló una revuelta popular en contra de este ídolo en la puerta del Templo. Habitaban por ese entonces en Jerusalén, dos varones, doctores de la ley, probablemente fariseos, que gozaban de una fama muy destacada en todo el pueblo. Sus nombres: Judas, hijo de Sarifeo, y Matías, hijo de Margalo (Flavio Josefo, «Guerra de los Judíos» -Tomo I – pg. 648).
Por ese entonces, la expectativa por la aparición del Mesías era tan grande que había una gran efervescencia de estudios bíblicos, dominados por los grandes maestros Hillel y Shamai. Los mencionados doctores, Judas y Matías, animaron a sus discípulos a que arrancaran y la derribaran, junto con ellos, el águila de la puerta del Templo, aún en el caso de que esta acción entrañara el riesgo de perder la vida. La propuesta logró inspirar con tal entusiasmo a los numerosos seguidores, que no solamente fue arrancada la de la Gran Puerta, sino que se derribaron todos los simulacros de esta ave imperial diseminados por toda la ciudad.
Mientras estos varones aún se encontraban haciendo pedazos el ídolo derribado de la Puerta del Templo, las tropas del rey llegaron y lograron disuadir a un gran números de los «revoltosos» judíos, salvo a cuarenta de los más fieles discípulos de estos insignes doctores de la Torah. Así fue como Herodes el Grande, detuvo a los cuarenta jóvenes, autores del hecho, junto con sus maestros, y los mandó quemar vivos, en el anfiteatro que él había construido en la ciudad de Jericó. El crimen era recordado todavía después de la muerte de Herodes el Grande, y junto a la entrada del Templo se tenía la costumbre de llora a estos cuarenta y dos «mártires». Por eso, probablemente Yeshúa oyó hablar de ellos en Jerusalén cada vez que subía al Templo a adorar.
Sólo me basta decir que la motivación de estos doctores y sus jóvenes discípulos respondía a una señal propia de la emuná (fe) conocida como «el celo por la casa del SEÑOR» (Salmo 68: 9), que había movido a los Macabeos, y que, según los Evangelios, inflamó el alma de Yeshúa HaMashiaj, cuando expulsó a los mercaderes del Templo.
Anhelo que estas líneas implante en cada uno de ustedes el celo profundo por la Torah y las cosas que pertenecen al Reino de nuestro amado Abba.
Shalom!
(Autor de la Imagen: Javier Martínez Tallada)