En Argentina actúan 5.307 sacerdotes y 10.964 religiosas distribuidos en 5.493 parroquias, iglesias, capillas y santuarios, según informa la Guía Eclesiástica de AICA, edición vigente en marzo de 1990. Esos hombres y mujeres son los que se encargan de administrar los recursos de la Iglesia, de cuidar sus obras de arte y de mantener miles de inmuebles diseminados por todo el país.Dentro de la estructura jerárquica de la Iglesia Católica cada obispado constituye una unidad autónoma y autárquica. Como verdaderos señores del medioevo, los obispos titulares de las 44 diócesis argentinas gozan de una amplia independencia, incluso respecto a la Santa Sede. También el Papa es uno de ellos, obispo de Roma, aunque «primus ínter pares» en cuestiones de doctrina. Los 44 obispos son los administradores de los bienes eclesiásticos de sus respectivas diócesis. Algunas muy ricas, como las de Buenos Aires y Córdoba.
Aunque no aparece formalmente como congregación religiosa, sino como Prelatura, el Opus Dei es la organización católica que más ha crecido en el país en los últimos veinte años. Dirigido al sector socioeconómico más elevado, el discurso de «la obra» conquistó simultáneamente adhesiones y donaciones. Más de cincuenta propiedades, muchas de ellas suntuosas, reflejan el éxito, no exclusivamente religioso, de la propuesta.Desde la promulgación de la ley Domingorena, en 1958, la Iglesia Católica ha establecido nueve universidades. Dos en la Capital (Universidad Católica Argentina y Universidad del Salvador), y en Córdoba, San Juan, La Plata, Santa Fe, Salta, Santiago del Estero y Tucumán. La paulatina apertura de nuevas facultades significó un correlativo crecimiento de edificios propios.
Riqueza y expropiación.
La mayor parte de los bienes de la Iglesia argentina tienen su génesis en la época colonial. En los siglos XVI y XVII la corona española cedió cientos de miles de hectáreas a los obispados y a los conventos que se establecieron en el nuevo mundo. En el siglo XVIII, en cambio, el crecimiento de la fortuna eclesiástica derivó de donaciones y herencias. Hacia 1780, la Iglesia Católica era propietaria del 65% de las tierras de los virreinatos del Perú y Río de la Plata. Esos bienes provocaron pocas objeciones en una sociedad de sólidas costumbres religiosas. «Para Dios todo es poco«, se consolidó como un argumento inapelable. Esta concepción perduró en el tiempo, especialmente dentro del propio clero. En la Pastoral Colectiva del Episcopado, de 1902, el arzobispo de Buenos Aires afirmaba: «En las sociedades bien ordenadas, el lujo es un signo natural de jerarquía social. Contenido en sus razonables límites completa el orden en vez destruirlo. La Iglesia le da una consagración religiosa, haciendo de sus templos espléndidos y de sus radiantes santuarios un reflejo de la belleza de los cielos«. Bernardino Rivadavia, siendo ministro de Gobierno de Martín Rodríguez, produjo un hecho que durante 150 años fue motivo de debates y reclamaciones entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno: expropió numerosos inmuebles de la Iglesia «no necesarios para el culto”. Los sucesivos decretos no se limitaron sólo a los bienes, también reglamentaron distintos aspectos de la actividad religiosa, dentro de un proyecto conocido como Reforma Eclesiástica. La iniciativa de Rivadavia conquistó partidarios dentro del propio clero, pero también una airada reacción de los obispos que derivó en la ruptura de relaciones con la Santa Sede.
La actitud del episcopado de la época no debe sorprender, si se tiene en cuenta la magnitud de los bienes que habían sido confiscados. En el perímetro de la ciudad de Buenos Aires, la decisión de Rivadavia alcanzó, entre otros, a los terrenos circundantes de las actuales Carlos Pellegrini y Corrientes, incluyendo el sitio en donde está emplazado el obelisco; a la manzana de la plaza Roberto Arlt, Esmeralda entre Rivadavia y. Mitre; a la manzana de la basílica de San Francisco, Alsina y Balcarce; a la manzana de la basílica de Santo Domingo, Belgrano y Defensa; a la manzana del Colegio Nacional Buenos Aires, Bolívar y Moreno. En la provincia de Buenos Aires fueron expropiadas las tierras que hoy conforman los partidos de Lujan, Merlo, Avellaneda, San Pedro, Arrecifes, Moreno, Quilmes, Magdalena y Tres de Febrero. El constitucionalista Pedro Frías sostenía, todavía en 1986, que el financiamiento del culto constituía «una compensación por el patrimonio inmobiliario confiscado a la Iglesia por Rivadavia en 1822» (La Nación, 8 de octubre).
El otro gran argumento histórico que se esgrime para defender la contribución estatal a la religión católica está próximo a cumplir cinco siglos. El Patronato fue una institución jurídico-eclesiástica, otorgada por los papas a los Reyes Católicos de España y heredada por sus sucesores. El pontífice confió a los monarcas españoles la fundación de diócesis, el nombramiento de obispos y el cobro de diezmos en el territorio de las Indias, a cambio de cristianizar y civilizar a los indígenas. El privilegio fue formalizado a través de distintas bulas: ínter Caetera, de 1493, y Eximia Devotionis, de 1501, de Alejandro VI, y Universalis Eclesiae, de 1508, de Julio II. Como contrapartida, el rey debía sustentar al clero y facilitar los viajes de los misioneros. Los privilegios del Patrono fueron transferidos a los gobiernos argentinos y también la obligación de sostener a los miembros de la Iglesia. La institución fue decayendo, hasta que Arturo Frondizi, en 1961, firmó un tratado con la Santa Sede renunciando a la atribución del gobierno argentino de proponer los candidatos a ocupar las vacantes episcopales.
Los aportes del Estado.
Para los constituyentes de 1853 la cuestión económica religiosa fue un tema trascendente: en el articuló 2do. de la Constitución Nacional dejaron establecido que «El gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”. Algunas cartas provinciales reprodujeron esa decisión, incluso en años recientes. En San Luis, el 8 de marzo de 1987, la convención constituyente incorporó el sostenimiento del culto, con los 32 votos del peronismo y la oposición de los 21 representantes de la UCR. Un año más tarde, Catamarca imitó esa actitud. Distinto criterio primó en la asamblea constituyente de Jujuy: por el voto de los convencionales radicales y de tres justicialistas, que votaron en disidencia con su propio bloque, el culto fue excluido del sostenimiento estatal.En la reunión ordinaria de la Conferencia Episcopal, realizada en noviembre de 1986, se lanzó la sugerencia de renunciar a los montos que el Estado entrega a los obispos, pero no hubo consenso para su consideración. La propuesta fue presentada por el obispo de Posadas, Carmelo Giaquinta, y apoyada por otros purpurados, que la consideraron «un testimonio de humildad y pobreza«. La contribución oficial al sostenimiento de la Iglesia Católica se ha mantenido, en los últimos años, entre el 0,04% y el 0,09% del presupuesto nacional; en 1988 representaba aproximadamente 4,2 millones de dólares.
Pero son los fondos que reciben del Estado en concepto de subsidio para sus establecimientos educativos, los que concentran el interés de los obispos. La participación de la Iglesia Católica en la enseñanza surgió como una decisión política elaborada a partir de un análisis de la situación del país a fines del siglo XIX. Desde Roma se incentivó el establecimiento en Argentina de congregaciones religiosas dedicadas a la educación. El propósito era formar una élite católica capacitada para enfrentar a la élite liberal.
En la actualidad, la contribución del Estado a los colegios y universidades católicos representa el mayor ingreso que recibe la Iglesia argentina de fuente oficial. Si bien las partidas no están centralizadas y no puede establecerse el monto preciso, un cómputo de diversas fuentes proporciona estas cifras: para establecimientos primarios y preprimarios, 19,9 millones de dólares; para secundarios y terciarios, 82,3 millones y para las universidades, 11,4 millones. Esto significa un total superior a los 113 millones de dólares, que procede exclusivamente del presupuesto nacional; o sea, sin considerar las asignaciones provinciales y municipales.
Recursos locales e internacionales.
Las colectas en los templos constituyen uno de los ingresos tradicionales de la Iglesia Católica, aunque su monto no es significativo. El «diezmo bíblico» no se exige a los fieles, como sucede en algunas iglesias protestantes y sectas electrónicas. Cada obispo confecciona un calendario de colectas, con el fin de determinar qué destino tendrán las recaudaciones que se obtengan en las iglesias de su diócesis los 52 domingos del año. Las ofrendas de un domingo de cada mes, son dedicadas al sostenimiento del Obispado. Las de uno de los domingos de octubre, al mantenimiento de los seminarios diocesanos. Otro domingo del año, simultáneamente con diferentes países, se realiza la colecta para las misiones. En 1987, en Argentina se recaudaron 75.000 dólares para las obras misioneras’; al país le correspondieron 100.000 dólares cuando se operó la redistribución mundial de las contribuciones. La colecta «Más por Menos», destinada a las diócesis más necesitadas, recaudó 370.000 dólares, en 1989. El domingo más cercano al 29 de junio, día de San Pedro, la recaudación de todas las iglesias del mundo es destinada al Vaticano. Un aporte internacional para la Santa Sede, que varía entre 23 y 30 millones de dólares.
Las picardías de Picchi.
Los escándalos públicos provocan espanto a las autoridades eclesiásticas. Especialmente los que involucran al sexo y los económicos. Pueden presumirse los debates internos que habrán precedido a la destitución del obispo de Venado Tuerto, Mario Picchi. El hecho se conoció públicamente el 3 de noviembre de 1988, cuando los entuertos del purpurado habían alcanzado una magnitud inocultable. Picchi estaba involucrado en el caso Manubens Calvet, en defraudaciones con una mesa de dinero y en las liquidaciones del Banco Sidesa y la financiera Garfiña. Junto con José Luis Cora, hombre de frondoso prontuario y titular del Partido Unión Popular, el obispo respaldó las pretensiones de una supuesta heredera del multimillonario Juan Feliciano Manubens Calvet. La muerte del hacendado, el 5 de marzo de 1981, desató una feroz disputa por su herencia de 150 millones de dólares, entre 33 primos, sobrinos y nietos, y su concubina Margarita Woodhouse. Apenas un mes más tarde apareció una mujer paraguaya, de 29 años, que declaró llamarse Dolores Manubens Calvet, afirmó ser hija natural del millonario y reclamó la fabulosa herencia. Por intermedio de José Luis Cora, la paraguaya recibió el activo apoyo del obispo Picchi. La pretensión hereditaria pasó a la órbita policial, cuando un juez dispuso el procesamiento de la mujer por intento de estafa, al descubrir que su nombre real era Juana Carmen González Cibila de Carrera.
Con la representación del Obispado de Venado Tuerto, el hermano del obispo, Luis Pedro Picchi, y su socio, José Enrique Cardozo, establecieron en Buenos Aires una mesa de dinero que comenzó a operar en el mercado interempresario a mediados de 1984. Como garantía de los depósitos de los inversores se entregaban cheques de la cuenta Nro. 2141/0 «Obispado de Venado Tuerto» del Banco Financiero Argentino. La financiera fue desactivada en julio de 1985, dejando un tendal de víctimas por cientos de miles de dólares. Quienes iniciaron demandas contra el Obispado se encontraron con una desalentadora limitación: los bienes eclesiásticos destinados al culto son inembargables.
En marzo de 1987 se produjo un caso de características similares, que envolvió a la Iglesia colombiana. Se declaró en quiebra la financiera Caja Vocacional, dependiente de la Conferencia Episcopal y dirigida por monseñor Abraham Gitan Mahecha. Los bienes de la Caja no alcanzaron para devolver el 50% de los ahorros a los depositantes.
Pero estas travesuras de algunos miembros de la Iglesia representan sólo anécdotas en el juego de los grandes intereses económicos que preocupan a los cardenales y obispos argentinos. Sus expectativas, en el futuro inmediato, se concentran en los aportes estatales para los establecimientos privados de educación y en el proyecto de impuesto para el culto.
Extraido de: «La Cara Oculta de la Iglesia» de Héctor Ruiz Núñez