irrumpe en la casa de una viuda afgana en la localidad Ghazni, no lejos
de Kabul. Sacan de la cama a la mujer y a su hija y una vez en la calle
las apedrean hasta morir. Nadie acudió en ayuda de la madre y su hija
pese a los alaridos de dolor. Ninguna autoridad se interpuso entre ella y
los agresores porque éstos eran talibanes. Una vez ejecutadas, los
vecinos, ocultos detrás de las paredes de sus casas, escucharon la
sentencia condenatoria: fueron lapidadas por adulterio y conducta
inmoral ¿Pudo una mujer ser adúltera siendo viuda; pudo haberlo sido su
hija pequeña? No. El adúltero sería probablemente el hombre y no dudo
que él mismo señalase a los talibanes dónde se ocultaba con su hija la
“corrupta moral”.
Mientras madre e hija morían de la manera más cruel posible, sin haber
tenido derecho a defenderse en un juicio y abandonadas a su suerte por
el Estado, otra madre y su hija dormían en la celda de una cárcel
afgana.
El delito de Gulnaz, contada por ella misma en una entrevista a la CNN
esta semana, fue haber sido violada cuando tenía 19 años por su cuñado,
es decir, por un hombre casado. Pero la víctima, además de haber sido
ultrajada brutalmente fue la que acabó en la cárcel, donde fue hallada
culpable de adulterio y condenada a una pena de 12 años.
Esta es la realidad de Afganistán, un país maldito donde las mujeres
están condenadas a vivir ocultas bajo una burka, son esclavas de los
hombres, y como hemos visto, son al mismo tiempo víctimas y culpables de
los abusos sexuales que cometen contra ellas. Muchas de ellas son
quemadas con ácido por no acceder a los deseos de novio o son asesinadas
por sus propios familiares si han sido mancilladas. Peores condiciones
de vida para una mujer, imposible.
Esta es la tragedia que viven diariamente las afganas cuando se cumplen
10 años de la guerra que declaró EU contra el régimen talibán.
Entonces, poco después de los atentados del 11 de septiembre de 2001,
había al menos una excusa, una sola, que justificaba la guerra a los
ojos de la opinión pública mundial, y era precisamente la liberación de
las mujeres afganas del régimen opresor talibán en el que vivían.
Había, claro, otras excusas para Estados Unidos, como desmantelar el
santuario de Al Qaeda y dar caza a Osama bin Laden, para saciar así la
sed de venganza del pueblo estadunidense, y acabar con los cultivos de
opio y el tráfico de heroína.
El recuento es desolador: en el último año la cantidad de cultivos de
opio se ha doblado, hasta alcanzar este año las 5,800 toneladas, los
talibanes contraatacan agresivamente y ya controlan más de dos tercios
del país y el gobierno pro-estadunidense de Hamid Karzai no sólo es
incapaz de proteger a las mujeres de los ataques talibanes sino que sus
propias leyes son de una crueldad intolerable con las mujeres.
¿Para este tipo de apartheid no hay persecución de los tribunales de la
ONU en La Haya? ¿No hay fatuas (condena a muerte por la ley islámica)
de los clérigos musulmanes contra los agresores? Por desgracia no. El
destino de las mujeres afganas es el de seguir siendo esclavas en pleno
siglo XXI, no importa si los talibanes recuperen el poder o no.