«YHWH le ordenó a Moisés que les dijera a los israelitas: «Cuando alguien quiera hacerle a YHWH un voto especial equivalente al valor de una persona, se aplicará el siguiente cálculo: »Por los varones de veinte a sesenta años de edad se pagarán cincuenta monedas de plata, según la tasación oficial del santuario. »Por las mujeres se pagarán treinta monedas de plata».
(Levítico 27:1-4 NVI revisada)
En cierta oportunidad el filósofo Nietszche aseguró que los seres humanos son seres que hacen promesas, y esto en verdad es así ya que las promesas son constitutivas de la esencia misma del hombre y de la dinámica exitencial de su historia. Debido a esta capacidad de hacer promesas podemos incrementar nuestra capacidad de acción reparadora y transformadora, podemos lograr cosas que no nos hubieran sido posibles sin la habilidad de coordinar nuestra acción con la del Perfecto Otro (o la de los otros). Basta mirar alrededor y observar todo cuanto nos rodea para discernir que gran parte de lo que vemos descansa en la capacidad del ser humano de hacer promesas. De esto, deducimos que nuestro trabajo, nuestra familia, nuestra educación, nuestra cultura, se generaron de vínculos fortalecidos en promesas que realizaron unas personas con otras.
Ante este tema tan importante, los invito a considerar un pasaje lleno de códigos mesiánicos que el Eterno reveló a Israel cuando estaba siendo capacitado por Él en el desierto, a fin de convertirse en una nación sacerdotal que manifestara el poder redentor de Yahvéh a las naciones y determinara el destino de propósito eterno de toda la humanidad.
Comenzaré explicándoles que en todos los tiempos, tanto en la alegría como en el sufrimiento, el ser humano sintió la necesidad de extender su corazón hacia las dimensiones espirituales y extender su felicidad o infelicidad por medio de votos, promesas y consagraciones. La finalidad de los votos o promesas es ganarse la benevolencia divina para evitar un mal o conseguir un bien. Por eso este fragmento de la Torah, hasta el versículo 8 incluido, trata acerca de lo que se conoce como votos (hebreo néder) que hace la persona redimida, prometiendo pagar el valor de un ser humano, de un animal o de una cosa, y cuya cuantía era utilizada para los gastos de conservación del Templo. Esta promesa debía referirse a algo particularmente valioso para el individuo. Trata acerca de las promesas que una persona puede hacer para entregar su alma para el mantenimiento y la conservación del Templo del Señor.
Cuando una persona se dedicaba al Eterno por medio de una promesa, sabía que no podía servir en la tienda de reunión, pues esto era el servicio peculiar y exclusivo de los levitas. Entonces, es establecía la dinámica de este estatuto que permitía la paga de un precio de rescate a la persona que le relevaría de ese servicio. Si alguien pronunciaba las palabras: «donaré el valor de tal y tal», ellas constituían una promesa solemne que dejaba lazada el alma en compromiso con todas las dimensiones celestiales. Esto era llamado el precio de la conmutación de una persona. Justamente como no se puede entregar el alma, que es inmaterial, la Torah simbolizaba dicho acto en la entrega de un dinero en su lugar. El mismo representaba el valor de esa alma humana bajo voto de servicio. Con esta dinámica el Eterno se aseguraba que cada integrante de Israel analizara antes de hacer una promesa, si podría o no cumplirla. Esto guiaba a la conciencia que toda promesa debe pronunciarse con claridad y palabras inequívocas o bien podían surgir problemas serios en diversas áreas de su vida. Así la conciencia hebrea tomaba el paradigma sacerdotal de que cuando hacemos una promesa tiene que ir acompañada de honestidad y compromiso, ya que cuando no se cumple con las promesas (votos), los vínculos con las dimensiones celestes establecen descreimiento a la imagen divina que hay en el que promete y no cumple. Entonces se escribe en el libro de las obras contra esa vida humana, y los ángeles servidores de dichas áreas se activan negativamente. Así lo entendía el sabio rey Salomón por lo que escribió:
«Cuando le hagas una promesa a Dios, no tardes en cumplirla, porque a Dios no le agradan los necios. Cumple todas las promesas que le hagas.
Es mejor no decir nada que hacer promesas y no cumplirlas.
No dejes que tu boca te haga pecar, y no te defiendas ante el mensajero del templo al decir que la promesa que hiciste fue un error. Esa actitud enojaría a Dios y quizá destruya todo lo que has logrado.»
(Eclesiastés 5: 4-6)
Cada integrante de Israel comprendía desde este estatuto que cuando se realiza una promesa, en realidad hay dos procesos diferentes involucrados: el proceso de hacer la promesa y el proceso de cumplirla. La promesa como un todo en plenitud, requiere de ambos. El primer proceso, el de hacer una promesa, es estrictamente comunicativo y, por lo tanto, lingüístico. El segundo proceso, el de cumplir la promesa, puede ser comunicativo o no serlo. Ambos procesos sin embargo, tienen sus respectivos puntos de cierre. Lo cierto es que la promesa como un todo se termina cuando cierra el proceso de su cumplimiento. Por eso es que en los ámbitos celestiales un alma humana tiene tanta prioridad en su manifestación lingüística.
Integridad y confiabilidad. Ambas son las competencias que se demuestran en las dimensiones celestiales cuando un hijo primogénito del Eterno (o una congregación) hace lo que dice, lo que promete. Yahvéh enseña con esto que el poder que tiene una promesa puede ser enormemente potenciador o totalmente devastador, y ello sólo depende de las acciones que lleva a cabo quien promete algo justo después de hacerlo.
La belleza de estos mandamientos es que hace a aquel que realiza el voto de consagración algo definido por hacer; el voto de consagración era por lo tanto mucho más que simples palabras, tenía una acción definida asociada con ello – y prevenía a las personas de realizar votos vacíos hacia el Eterno para no quedar impuro y ser visitado por mensajeros celestiales encargados de disciplinar los necios.
El Ser Humano valorado como Ser Lingüístico.
Este capítulo que trata de los votos referentes a personas, estipulando sus respectivos valores, enseña que Yahvéh no desea sacrificios humanos. Los pueblos paganos de la antigüedad, como los que habitaban el Canaán que habría de conquistar, ignorando el respeto a la vida, llegaban a donar seres humanos y a ofrecerlos en sacrificio a sus divinidades. Es por esto por lo que la Torah ordenó: «Cuando alguno hiciere un voto al Eterno, si fuere de persona, será para el Eterno según su avalúo; tu avalúo para el hombre de edad de veinte años hasta la edad de sesenta años, será de cincuenta siclos de plata» (Vayikrá 27: 2-3). Esto quiere decir: Si llegareis a hacer una promesa para ofrendar una persona a Yahvéh, lo haréis por su valor en plata y no con almas.
Desde esta explicación podemos decodificar que este pasaje dejaba, en primer lugar, claramente establecido que el valor del alma humana es demasiado alto para lograr ser redimida y así nunca ver la muerte (Salmo 49:7-8). Por lo tanto, aquí se trata de un precio simbólico que la Torah pone sobre el alma de una persona. Si alguien quiere donar su vida al templo, podrá hacerlo representativamente en forma de dinero. El midrash (exégesis) Tanjumá explica esto diciendo: “Si donaras el valor de una persona, lo consideraré como si la hubieras sacrificado”.
Teniendo en cuenta lo que venimos considerando, este mandamiento establece que para que una persona pueda dar dinero en representación de su alma, tendrá que hacerlo según su capacidad para producir bienes materiales. Los que tienen más fuerzas físicas tienen más posibilidad de producir riquezas por medio de su trabajo físico. Así que el varón que tiene entre 20 y 60 años tiene que pagar más que cualquier otro, porque en esa edad tiene su máxima capacidad para producir dinero mediante su trabajo físico. Una mujer con la misma edad normalmente no tiene la misma capacidad física, y por lo tanto la Torá no exige tanto de ella, para que no se sienta inferior al hombre si no puede llegar al mismo nivel de producción. La Torah acepta las ofrendas según la capacidad de cada uno. Esto es lo que el apóstol Pablo tenía en su mente al escribir: “Porque si hay buena voluntad, se acepta según lo que se tiene, no según lo que no se tiene” (2 Corintios 8:12 _ LBLA).
El valor de un varón de edad de veinte hasta sesenta años, se calculaba en cincuenta siclos de plata, y el de una mujer, en treinta siclos (vers. 3-8). Un hombre entre los 20 y 60 años de edad tenía un valor mayor por la cantidad de trabajo que podía realizar. El valor del trabajo parecía ser la norma de valoración. Un hombre en la flor de la vida podía efectuar el servicio más efectivo. Por la frase «tu valoración» quería expresarse el valor vigente entre la gente. El valor laboral de una mujer sería más bajo, pero lo importante de estas líneas divinas era establecer que una mujer podía ser consagrada al Eterno. Este estatuto, nos permite explicar, por ejemplo que la hija del juez Jefté no fue ofrecida como un sacrificio humano, sino que permaneció sin casarse porque fue prometida al servicio del Tabernáculo de YHVH (Jueces cap. 11). También en este contexto de la Torah podremos entender mejor el caso de Ana que ofreció el hijo que había tenido a Yahvéh para servir en el santuario y lo cumplió (1Sm. caps. 1 y 2).
Leamos a continuación los versículos 5 al 8:
«Si es una persona de cinco hasta veinte años, entonces tu valoración será de veinte monedas para un varón y de diez monedas para una mujer. Pero si son de un mes hasta cinco años, entonces tu valoración será de cinco monedas de plata para el varón, y para la mujer tu valoración será de tres monedas de plata. Y si son de sesenta años o más, si es varón, tu valoración será de quince monedas, y para la mujer, de diez monedas. Pero si es más pobre que tu valoración, entonces será llevado delante del sacerdote, y éste lo valorará; según los recursos del que hizo la promesa, el sacerdote lo valorará.»
Podemos ver que la escala de valoración estaba determinada por la edad y no por la posición social, las riquezas o el prestigio. Estaba basada en la capacidad de trabajo.
Este pasaje nos enseña que en cuanto a la evaluación del alma, el pobre no es visto como inferior al rico, sino todos los que tienen cierta edad y sexo están evaluados por igual. Observemos la forma en que Yahvéh hizo previsiones para que los más necesitados también pudiesen participar en este servicio voluntario. Si alguien es pobre y desea entregar un dinero conforme a la evaluación de su alma, puede hacerlo con menos dinero, según el sacerdote lo estipule, y en ese caso le es contado delante de Yahvéh como si hubiera puesto todo el precio (v. 8). Cada quien puede dar su vida al Señor; no hay nadie que sea muy pequeño, o muy insignificante, o sin utilidad. Yahvéh quiere usar a cada quien. Por ello, un precio justo y equitativo sería fijado por el sacerdote de acuerdo con su capacidad de pago. Tal como veremos en el ministerio sacerdotal-mesiánico de Yeshúa, la humilde ofrenda de una viuda tiene más valor en el cielo que los regalos más valiosos de las personas más adineradas (Mateo 12: 41-44).
Lo interesante de este texto es que establece que al envejecer, el valor del varón disminuye más en proporción que el de la mujer, pues los antiguos decían: «Un viejo en la casa es una bendición, pero una vieja es un tesoro» (Talmud Erajín 19). Y si fuese pobre quien hizo el voto, lo pagaba según le permitiese su situación económica, pero dejando para sí la alimentación para un mes, ropa para un año, cama para dormir y demás necesidades primordiales.
Una característica notable de las promesas que los hombres hacían era su carácter voluntario. Seguían a los mandamientos, ceremonias, y ritos. Eran la respuesta de un corazón agradecido al misericordioso YHVH . Sin embargo, es importante destacar lo que este pasaje enfatiza, una vez que se había hecho una promesa al Eterno Dios, ésta debía ser cumplida. Es decir que una vez que se prometía algo, se convertía en obligatorio. Dice Proverbios 20:25: «Es peligroso que el hombre prometa algo a Dios y que después reconsidere su promesa«. Y también leemos en Eclesiastés 5:4-6: «Cuando hagas una promesa a Dios, no tardes en cumplirla, porque a él no le agradan los necios. Cumple lo que prometes, pues vale más no prometer, que prometer y no cumplir. No permitas que tus labios te hagan pecar, ni luego digas ante el enviado de Dios que lo hiciste por error. ¿Por qué hacer que Dios se enoje por lo que dices y destruya lo que has hecho? Por lo tanto, en medio de tantas pesadillas y de tantas palabras y cosas sin sentido, tú debes mostrar reverencia a Dios«.
Hay otra característica notable sobre las promesas de personas. En los asuntos humanos, ordinariamente un hombre paga por el servicio de otro. En la ley de las promesas, el orden se invertía y una persona pagaba por servir a Dios. Es que servir a Dios constituye un privilegio.
Por todo ello, estoy convencido que si prometes algo al Eterno, Él te considerará responsable de que lo cumplas. Muchos denominados cristianos hoy no están cumpliendo lo que prometen. Tú en cambio, como primogénito en Yeshúa si no tienes intención de cumplir una promesa hecha o si tomas a la ligera tus relaciones con nuestro Dios, sería mejor que no hagas promesas apresuradas. Recuerda que Yahvéh no te está pidiendo que hagas una promesa, pues esto es algo voluntario. Pero si así lo haces, asegúrate de cumplirlo. Dice Su Instrucción: «Cuando hagáis una promesa al Señor vuestro Dios, no tardéis en cumplirla, pues tened por seguro que el Señor vuestro Dios os pedirá cuentas de ello, y seréis culpables de pecado. Si no hacéis ninguna promesa, no cometeréis ningún pecado; pero si de una manera voluntaria hacéis una promesa al Señor vuestro Dios, entonces deberéis cumplirla» (Deuteronomio 23:21-23).
Por último, entendemos que aquel varón o aquella mujer que ha entregado su alma para el servicio en la obra del Reino del Eterno automáticamente dará dinero a la obra que hace que su casa sea edificada, tanto en el cielo como en la tierra. Así pues, es totalmente natural y común que dichos hijos estén siempre solícitos en disponer sus recursos, fuerzas y talentos para mejorar la calidad de su casa apostólica de entrenamiento.