difusion@cl.prensa-latina.cu
La telaraña del crimen organizado desconoce fronteras. Su único afán es asegurar ingresos y poder, aunque para ello tenga que cortar cabezas.
Desafía el desarrollo y la gobernabilidad democrática, obstaculiza la aplicación efectiva de las leyes, afecta la economía y la seguridad de las empresas privadas, y erosiona los sistemas políticos y las instituciones democráticas en casi todas partes del mundo.
Uno de los impactos más grave de esta problemática es la violencia que genera y la forma en que atenta de manera directa o indirecta sobre las personas, cada vez más temerosas de la criminalidad ascendente en sus sociedades.
La violencia permite al crimen organizado eliminar competidores y delimitar su jurisdicción, al mismo tiempo que la corrupción le ayuda a burlar al aparato legislativo y a los aplicadores de justicia en su contra.
Múltiples son las alusiones en los medios de comunicación al flagelo, sin que a los receptores de estos mensajes les quede clara la real dimensión de una de las industrias más expandida, redituable y exitosa del siglo XXI.
La escasez de estadísticas precisas distingue a los análisis de la problemática, en gran medida por la reticencia de los gobiernos a admitir que tales delitos los afectan, mas investigaciones auspiciadas por la Organización de Naciones Unidas arrojan cierta luz.
Bandas multinacionales dedicadas al tráfico de personas reclutan a sus víctimas −sobre todo mujeres e infantes para la explotación sexual o laboral− en 127 países y las trasladan, a través de otros 98 considerados como naciones de tránsito, hacia 137 clasificados como destinos finales.
Albania, Bielorrusia, Bulgaria, China, Lituania, Nigeria, Moldavia, Rumania, la Federación Rusa, Tailandia y Ucrania, aparecen como los principales centros de origen de las víctimas.
Mientras Brasil, Colombia, México, Guatemala y otros destacan por el elevado número de captados para ser explotados en países aventajados en el orden económico: Bélgica, Alemania, Grecia, Israel, Italia, Japón, Países Bajos, Turquía y Estados Unidos.
Sólo en Estados Unidos y en Japón, los involucrados en la trata humana, en el tráfico de drogas y armas, en la prostitución, secuestros, extorsiones, juegos ilegales y contrabando de obras patrimoniales, rebasan los 40 mil y los 150 mil, de manera indistinta.
La magnitud del actuar de estas mafias motivó incluso la adopción de acuerdos internacionales tendientes a priorizar el combate al crimen organizado en el tercer milenio, para contrarrestar su influencia.
Aproximación a un concepto
Una de las trabas por superar en este esfuerzo es la asunción de un concepto universal capaz de abarcar el fenómeno, más allá del discurso político o mediático, que lo desfigura o reduce a algunas de sus facetas.
Desde que el estadunidense John Landesco inició los estudios científicos sobre el tema, en la segunda década de la vigésima centuria, muchos tendieron a verlo apenas como una conspiración criminal permanente, con una estructura bien ordenada y motivaciones económicas.
Frente a su transnacionalización, casi al terminar el siglo, la Convención de Naciones Unidas contra el Crimen Organizado lo definió como «grupo estructurado de tres o más personas que actúan de forma concertada para cometer uno o más crímenes de importancia en busca de un beneficio material«.
Para el criminólogo estadunidense Howard Abandinsky, es preciso no perder de vista el carácter sistémico de esta empresa, que carece de contenido ideológico, e involucra a un conjunto de personas en cercana interacción social, sobre una base jerárquica definida.
La busca de ganancias y de poder está en el sustrato de las acciones desplegadas por estas redes criminales, que desafían a la institucionalidad en la constante competencia por imponer su hegemonía en un territorio marcado y apelan a la violencia como método para sostenerse.
Otros autores remarcan que éste es perverso en su actuar, porque saca ventajas de las vulnerabilidades provocadas por la pobreza y al mismo tiempo las profundiza.
La violencia, el crimen y sus actividades relacionadas, inhiben el desarrollo sostenible y constituyen una flagrante violación a los derechos emparentados con la condición humana, añaden.
El crimen organizado contempla el tráfico ilícito de drogas, el lavado y falsificación de dinero, la trata de personas; el robo y comercialización de obras culturales, de material nuclear, de armas y explosivos, de vehículos; los actos terroristas y la corrupción de funcionarios públicos, entre otros fenómenos.
Rostros
La explotación de la condición humana, o sea, el aprovechamiento de las personas como simples mercancías capaces de generar dinero es una de las facetas más dolorosas de este fenómeno. Los atrapados por estas redes suelen provenir de los grupos poblacionales más vulnerables y pueden terminar sujetos a la explotación infantil, la esclavitud tradicional o por deudas, la prostitución, el tráfico de órganos o de personas.
Poco o nada reparan estos criminales en la edad, sexo o integridad física de sus víctimas: cada año miles de infantes hembras o varones son insertados en el círculo de la prostitución, al servicio del turismo sexual y, por consiguiente, de los antojos de los adultos que pagan por poseerlos.
Sólo en América Latina y el Caribe, más de 2 millones de niñas y niños de entre 5 y 17 años, están bajo el dominio de los cabecillas de tales negocios, según la Organización Internacional del Trabajo.
Pero también en el mundo trabajan en el campo en condiciones de esclavitud o semiesclavitud 132 millones de menores de edad, unos 20 millones de ellos en esta región, refiere la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.
Fuentes diversas concuerdan, además, en que grupos criminales reabrieron las rutas más productivas en tiempos de la esclavitud histórica y aplican métodos similares a los de sus antecesores, como marcar con hierro candente el cuerpo, violar y hasta castrar a los capturados.
Infantes y adultos tampoco escapan de la amenaza del tráfico de órganos, jugoso negocio que mata a miles en todas partes y cuenta con la complicidad de hospitales deseosos de ganar, sin reparar en la procedencia de riñones, ojos, corazones, hígados y pulmones para trasplantes.
Ello suele estar ligado a la trata de personas y la prostitución, destino final de muchas y muchos que soñaron en sus países pobres con mejoras económicas y acabaron sus días en otros como servidores sexuales obligados, esclavizados por deudas o convertidos en criminales.
El contrabando de productos ilícitos, para evitar el pago de impuestos en los diferentes países, y la comercialización de bienes prohibidos por la ley −drogas, armas, obras de arte y especies animales en peligro de extinción− es otra de las facetas del crimen organizado.
La extorsión −exigir dinero bajo amenaza de dañar a familiares u otros− y el ofrecimiento de protección por parte de grupos paramilitares o paralelos a los aparatos estatales, pueden sumarse a este listado.
En último lugar cabe mencionar la manipulación o lavado de dinero, empleado para darle una imagen legal a los millonarios fondos obtenidos por estos negocios macabros y burlar cualquier investigación policial que pueda perjudicar a sus líderes intelectuales.
En dos tiempos
El crimen organizado no es un fenómeno nuevo. El saqueo y la violencia contra personas y poderes establecidos fueron aplicados por muchos, de manera independiente o con la venia de los gobernantes, antes y después de nuestra era.
Los nudos de esta telaraña cobraron fuerza con los procesos paralelos a la globalización neoliberal, en el siglo anterior, en medio de los que variaron sus estructuras orgánicas y se multiplicó su poder frente a los estados.
El crimen organizado opera ahora en escala mundial, posee conexiones transnacionales extensivas y la capacidad de retar a autoridades nacionales e internacionales, por lo que la lucha contra él obliga a sumar fuerzas sin reparar en prejuicios de cualquier naturaleza