Por Rav Shraga Simmons
«Y Dios nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido y con temor y con señales y milagros».
(Deuteronomio 26:8)
La gente pregunta a menudo: «¿Por qué no hay milagros hoy en día? Si viera las señales y milagros del Éxodo, yo también creería«.
El Talmud cuenta la historia de un padre que pone a su hijo en sus hombros y lo lleva con el día y noche, a donde sea que vaya. A la hora de comer, el padre alza sus manos y alimenta al niño. Silenciosa y consistentemente, el padre se preocupa por cada una de las necesidades de su hijo. Entonces, un día, al cruzar a otro viajero el niño grita: «¡Ey!,… ¿has visto a mi padre?»
Todos somos propensos a dar la Providencia de Dios por sentado. En realidad, los milagros abundan en nuestra vida. La única diferencia entre los milagros del Éxodo y los milagros de nuestro sistema inmunológico es la frecuencia. Un milagro que ocurre una sola vez evoca nuestro temor. Un milagro repetido y constante provoca un bostezo. Tristemente, mientras más constantes son los milagros de Dios, más aptos somos para ignorarlos. En las palabras de Oscar Wilde: «Las Cataratas del Niágara son lindas. Pero la real emoción sería verlas correr hacia atrás«.
¿Apreciamos realmente el milagro de que los árboles respiren dióxido de carbono para que nosotros podamos respirar oxigeno? ¿Reconocemos el milagro de que un cigoto unicelular se convierta en un ser humano con cerebro, rodillas, pestañas y papilas gustativas? Pesaj nos enseña a amar a Dios por el milagro de las Cataratas del Niágara corriendo hacia delante.