Y viendo las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor».
(Mateo 9:36)
«Entonces Jesús, movido a compasión, tocó los ojos de ellos, y al instante recobraron la vista, y le siguieron».
(Mateo 20:34)
Cuando recurrimos al diccionario de nuestra lengua para encontrar el significado de la palabra compasión, notamos que la define de la siguiente manera: «Sentimiento de ternura y lástima por las desgracias de los demás«. Este concepto es lo que moviliza a los seres humanos a sentir pena por alguien (sentir lástima), diciendo: «¡Ay, pobrecito!«, y… seguir caminando. Esta la compasión que alimenta el ego. Es un sentimiento en contra del diseño mesiánico ya que evita la movilización espiritual que permite socorrer al afligido y sacarlo de esa zona o nivel de cautividad. ¡Compasión no es lástima pasajera!
Sin embargo, cuando vemos a nuestro Mesías, según el relato del evangelio, sintiendo compasión por las multitudes entendemos que se trata de la verdadera. Es decir, la compasión que hace humilde. La que nace de un profundo entendimiento del orden de las cosas: cuando comprendes que tu prójimo está sufriendo para que tú seas el privilegiado de ayudarlo, entonces realmente te vuelves humilde, empatizas con él, y desde su lugar lo ayudas a elevarse y continuar derecho, adelante y hacia arriba.
La verdadera compasión nos lleva a identificarnos con el dolor del prójimo, de tal manera que hacemos nuestra su condición o situación; nos colocamos en su lugar. Eso nos motiva y nos provoca a actuar y a hacer lo que nos corresponde.
Los apóstoles supervisaban constantemente a que las comunidades de discípulos practicaran la compasión humilde. Así leemos el consejo del hermano del Señor, Jacobo, diciéndoles a sus destinatarios:
«Si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero ne les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?»
(Stg..2:15-17).
Del mismo modo el discípulo amado Juan, enseñaba que la movilización de este tipo de compasión garantizaba una equidad material en las comunidades que él presidía con su servicio pedagógico:
«El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? … No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad»
(Jn 3:17-18)
Charlando con mi esposa, licenciada en Letras, aprendía que la palabra compasión deriva de los términos, en latín, pati y cum, que unidos significan «sufrir con». Esto sumó a lo que conozco del texto bíblico. En griego, el verbo tener/sentir compasión, que leemos en el evangelio refiriéndose a Yeshúa, literalmente significa «conmoverse las entrañas». Este verbo, en griego, viene del sustantivo entrañas, vísceras, lo íntimo, oculto; la raíz hebrea, también significa, en plural, entrañas (paternas o maternas). Significa compadecerse, tener compasión íntima, profunda, entrañable, tal y como lo hace una madre y/o un padre.
En las Escrituras (Bibli), se revela que para la mentalidad hebrea las entrañas son la sede de la misericordia. Entrañas, en plural, traduce el plural hebreo rajamim; pero el singular hebreo rajem designa el útero, la matriz, seno materno. (Jer 1.5; 20.17; Job 3.11; 1 Re 3.26; Gen 43.30). Así, el significado del plural rajamim fue evolucionando, bajo la influencia del significado materno, hasta llegar a significar la matiz característico de las madres. Este verbo, aplicado al Abba-YHVH, adquiere una riqueza de significado teológico, presentando al Eterno con sentimientos maternos (Lc. 15:20). Es un verbo con gran densidad emotiva. Un Dios con entrañas de amor, misericordia y ternura, que brotan de lo hondo del vientre fecundo de una mujer. Es amor gratuito, incondicional, apasionado, constante, irremediable e invencible. Todo eso, en praxis divina, es la compasión que hace humilde.
Entonces, entendieno el origen etimológico de la palabra compasión, y profundizando la idea hebraica de esta actitud, comprendo que la compasión que nos hace humilde nos pide que vayamos a los lugares donde existe dolor, que entremos a los espacios donde se sufre, para participar de la sensación de quebranto, temor, confusión y agonía de otro. Nos llama a llorar con los que han quedado olvidados, a padecer con aquellos que sufren soledad, a agonizar por los que han perdido la esperanza. En última instancia, la compasión significa la disposición de sumergirse en pleno en la condición humana, lo que representa mucho más que simplemente ser amable o bueno.
La compasión que alimenta el ego nos coloca como meta nuestro confort. Por ello, mantiene nuestra mente en la inercia tempestuosa por un buen pasar; en avanzar, en alcanzar la distinción en lo nuestro. Nuestras almas se orientan así hacia la competencia con nuestros pares, y el mejor consejo que podemos darle a los que nos acompañan en este proceso es que tratemos, por el camino, de herirnos lo menos posible los unos a los otros. Nuestro ideal es alcanzar la máxima satisfacción personal sin causarle demasiados problemas a los que nos rodean.
Sin embargo, al estudiar el yugo que nos ofrece nuestro Mesías, entendemos que la meta que Él propone es otra: «sean compasivos como su Padre es compasivo» (Lc 6.36 – NVI). Yeshúa tenía la perspectiva divina, la de Su Padre celestial. Él sabía que YHWH respetaba y valoraba la dignidad humana de cada quien en toda su integralidad. Miraba lo que era su corazón, lo que cada cual era realmente. Veía más allá del dinero, posición social, o lo que la gente creyera. Para Yeshúa, las personas tenían un valor intrínseco, por haber sido creadas a la imagen y semejanza del Eterno.
La compasión, correctamente entendida, es la puerta por la que accedemos a la expresión más plena de nuestra humanidad, embebida en Su divinidad.