(Selección extraída del libro “Jerusalem de Oro”, © Ed. Jerusalem de México)
El diecisiete de Tamuz, los muros del Monte del Templo fueron abiertos. Ese fue un día trágico para los habitantes de Jerusalén. Ahora los crueles romanos tenían el camino abierto para atacar el corazón mismo de la nación: el Beit Hamikdash.
Ese día aciago, se suspendió el sacrificio diario. Hasta el momento, el servicio sagrado del Templo habla continuado sin interrupción a pesar del hambre creciente. Todos los días se encontraba algún cordero u oveja para dar como ofrenda. Los sacerdotes seguían cumpliendo su función a pesar de las flechas y las piedras que les llovían encima. Cuando moría un sacerdote, venía otro y tomaba su lugar. De esa manera, el servicio se siguió realizando durante las semanas finales del sitio.
Cuando llegó el diecisiete de Tamuz, no se pudo encontrar ni siquiera una oveja en toda la ciudad. Los ciudadanos de Jerusalén comprendieron que el Eterno ya no deseaba sus sacrificios. Los romanos ya estaban en el Monte del Templo. Los defensores de Jerusalén entraron en pánico. Se escondieron en las habitaciones y los corredores que conducían de la fortaleza de Antonia hasta el Beit Hamikdash, con la esperanza de resistir el ataque de los soldados romanos. Durante el lapso de diez días entre el diecisiete y el veintiocho de Tamuz, los defensores libraron una feroz batalla contra los romanos. Eran treinta mil de los mejores soldados de Titus luchando contra los pobres hambrientos judíos. Pero éstos no se rendían. Por el contrario, mataron a miles de enemigos, y finalmente los romanos se vieron forzados a emprender la retirada.
Yojanán y sus hombres disfrutaron de la victoria, pero comprendieron que en realidad estaban perdiendo. “Mis hombres jamás soportarán otro ataque,” pensó Yojanán. “Debo idear otro plan.”
Observó el corredor donde estaban recluidos sus hombres. Qué hermoso era, con sus columnas de piedra. Recordó cómo en los días de fiesta los judíos iban allí a descansar bajo sus enormes columnas. De pronto, Yojanán tuvo una idea. Dio unos pasos y constató el estado de las columnas, y una sonrisa apareció en el rostro fatigado. Entonces reunió a los soldados que le quedaban y les explicó su plan. Sus hombres reunieron todas las tablas que pudieron encontrar y las cubrieron de azufre. Luego colocaron las tablas más largas contra las columnas y las amarraron firmemente. Cuando finalizó el trabajo, Yojanán dio una orden y todos sus hombres retrocedieron hasta el fin del corredor. Sólo dos hombres permanecieron en su lugar, porque su tarea era cerrar las enormes puertas en el momento indicado.
La noche era silenciosa. Había tanta paz, que la guerra parecía ser tan sólo un mal sueño. Sin embargo, cubierto en la oscuridad, el ejército de Titus se acercó a la guardia de los judíos. Pretendían sorprenderlos y sumarlos en la confusión. Despacio, y con gran cuidado, los soldados romanos penetraron en el escondrijo. No llevaban luces, para no advertir a los judíos de su presencia. En muy poco tiempo, el amplio salón estaba lleno de miles de soldados. De pronto, se oyó un ruido fortísimo. Las puertas de hierro se cerraron a un mismo tiempo. Antes de que los romanos pudieran ver quién habla cerrado las puertas, había estallado un incendio en el corredor, que se extendió rápidamente. Las altas columnas, a las que los judíos hablan atado las tablas cubiertas de azufre, comenzaron a estallar y prenderse fuego, explotando en las caras de los aterrorizados romanos. Pronto, el corredor era una infierno que devoraba a miles de soldados enemigos con sus llamas. Los gritos de los soldados llegaron a; los oídos de Titus. El no podía hacer nada para salvarlos, por lo que su ira aumentó hasta estallar. ¿Cómo podía ser que le ocurriera una cosa así justo ahora, cuando estaba tan cerca del muro del Templo?
El pasillo ardió hasta el día veintisiete de Tamuz, diez días después de que se abrieran las murallas del Monte del Templo. Titus estaba decidido a llegar al Beit Hamikdash a toda costa; incluso si significaba la muerte del último de sus soldados; incluso si significaba su propia muerte. No iba a presentarse ante su padre, el emperador Vespasiano, derrotado.
El dos de Av, Titus recomenzó la guerra. Ordenó que sus tropas construyeran nuevas plataformas y torres alrededor del muro del Beit Hamikdash. Día y noche las armas golpearon el muro, pero las piedras no se movían de su lugar. Los romanos colocaron altas escaleras alrededor del muro, con la esperanza de ingresar trepando el muro por arriba. Pero los soldados judíos estaban listos para resistirlos y arrojaron las escaleras con los soldados encima. Titus no podía contener su ira. ¿Acaso la audacia de estos judíos no tenla fin? Sus soldados otra vez estaban inquietos y hablaban de revueltas, mientras que los judíos permanecían fuertes y decididos a pesar del hambre. ¿Cuál era la fuente de su fuerza?. Titus estaba convencido de que los judíos obtenían fuerza de su Templo. El sabia que mientras hubiera Beit Harnikdash, los judíos lucharían como fieras.
“Debo hacer cenizas este Templo”, pensó. “Pero, ¿cómo? ¿Cómo puedo destruirlo?»
Titus se paseaba de aquí para allá, tratando de maquinar un plan. Parado frente a la puerta de oro del lado occidental del Templo, Titus admiraba esa obra de arte. Iluminada por los rayos del sol poniente, parecía que la puerta era de fuego.
“Qué imagen espectacular”, pensó Titus. Luego vio algo que lo hizo temblar. “¡Pero claro! ¿Cómo no lo pensé antes? ¡Fuego! Tan sólo con fuego podré conquistar el Templo. ¡Si el Primer Templo también fue incendiado!”. Inmediatamente Titus ordenó que se le trajera una antorcha. Titus tomó la antorcha, se acercó a la puerta dorada, y colocó sobre ella la antorcha. En un instante, el oro comenzó a derretirse como cera. Titus entendió que era una señal del cielo de que el Beit Hamikdash sería destruido. Ahora el camino al Kodesh ha Kodashim estaba abierto ante él.
Entre gritos de victoria, las tropas romanas atravesaron el patio del Templo. Los defensores judíos vieron cómo los romanos penetraban. Ya no tenían más fuerzas. Pero Yojanán dijo a sus hombres: “Hermanos, no escapen. ¡Debemos evitar que el enemigo entre a nuestro Templo sagrado!”. Los judíos encontraron nuevas fuerzas en las palabras de Yojanán y enfrentaron a los soldados una vez más.
El nueve de Av, comenzó el ataque final romano. Quemaron los pasillos y el muro que rodeaban el Beit Hamikdash, pero el Kodesh ha Kodashim no sufrió ningún daño. Las tropas enemigas cubrían el terreno como hormigas. Las puertas se abrieron ante ellos y entonces penetraron al Templo. Los sacerdotes todavía estaban en medio de su servicio cuando llegaron los soldados. Los levitas todavía estaban cantando el salmo del día. Estos hombres santos no cesaron su sagrada tarea hasta que fueron asesinados por los paganos.
Los romanos entraron el patio del Templo. Pronto estuvieron parados frente al salón sagrado. Ante ellos estaba la vifia de oro que había hecho el Rey Salomón. Los soldados jamás hablan visto algo semejante. La contemplaron un momento y luego comenzaron a tirar de los racimos de oro y guardárselos en los bolsillos.
“¡Todos quietos!”, bramó una voz detrás de ellos. Era su general, Titus, que corría a impedir que sus soldados viciosos saquearan el Templo. Estaba furioso porque sus soldados hablan penetrado en el salón sagrado antes que él.
Titus llamó a un alto a sus tropas para poder moverse a la linea de frente. “¡Al que dé un paso más, lo mataré!” gritó. “Cuando lleguemos al salón sagrado, yo lideraré el camino”.
Los soldados dieron un paso al costado y dejaron pasar al general. Con la cabeza en alto, Titus atravesó las puertas sagradas. Lo que vieron sus ojos fue algo imponente. Allí estaba la menorah de oro con sus siete brazos. Allí estaba la mesa de oro para el pan y el altar de oro para el incienso. La santidad del lugar podía ser percibido incluso por los paganos romanos. Titus, sin embargo, estaba ebrio por la victoria. No prestó atención a lo que habla frente a sus ojos. Se acercó a la cortina del Kodesh ha Kodashim, tomó su espada, y la partió en dos.
De pronto ocurrió algo muy raro. En el lugar donde la espada hacía un tajo, emanaba sangre. Titus arrojó su espada al suelo. Reunió todas las vasijas del Templo y las colocó sobre la cortina. Sus soldados enrollaron la cortina, transformándola en una bolsa y se llevaron todas las vasijas sagradas.
Los judíos que hablan presenciado esa visión horrible no pudieron hacer nada. Entonces uno de los soldados romanos entró corriendo con una antorcha en la mano y la dejó caer en el suelo. De pronto, las cuatro puntas del Kodesh ha Kodashim ardían en llamas. Estas alcanzaron todo el Beit Hamikdash. Los mismos soldados romanos apenas lograron escapar con vida. Los gritos de los judíos se oían por todas partes. “¡Se incendia el Templo! ¡Se incendia el Templo!»
Yojanán y sus hombres trataron de extinguir el fuego, pero éste era demasiado fuerte. Los soldados judíos que hablan luchado tan valientemente ahora agachaban la cabeza y lloraban. La batalla estaba perdida.
El nueve de Av, cerca del anochecer, el Beit Hamikdash fue destruido. Toda esa noche y el díaa siguiente el fuego siguió arrasándolo. Parecía un altar cuyas llamas se dirigían al cielo. Esa noche no hubo oscuridad en Jerusalén. Las llamas del Templo ardiente iluminaban la ciudad como si fuese de día. Los soldados romanos continuaron avanzando por la ciudad, matando sin piedad a los judíos indefensos.
El Beit Hamikdash se quemó hasta los mismos cimientos, pero uno solo de sus muros permaneció en pie. Titus no logró destruir las enormes piedras del muro occidental. Eso fue todo lo que quedó de ese hermoso edificio. Y la Presencia Divina no se ha ido de allí hasta nuestros días.
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