Se sabe que se acerca el final cuando un dictador desencadena un infierno desde el cielo sobre sus propios compatriotas civiles desarmados y bombardea partes de su propia capital. También es un puente demasiado lejano incluso según los estándares inconfesables de dictadores respaldados por Occidente en el mundo árabe.
Para cuando Saif estaba lanzando sus amenazas, la ciudad oriental de Bengasi ya había caído en manos de los manifestantes. Trípoli era la siguiente, el lunes. Mientras el régimen bloqueaba todas las líneas telefónicas, ocasionales twits frenéticos transmitieron el lunes toda clase de rumores y hechos aterradores –inevitablemente eclipsados por el sonido aciago de munición de guerra-. Los helicópteros descargaban balas sobre la gente en las calles. Los cazabombarderos lanzaban ataques. Los francotiradores disparaban desde los tejados.