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El omnipotente emporio Disney acaba de efectuar otra mega-adquisición. Compró la Twenty-First Century Fox, el conglomerado propiedad del reaccionario magnate Rupert Murdoch, por 52 400 millones de dólares.
No es la Fox un estudio de cine (y también de televisión) cualquiera. Estamos hablando de una de las míticas majors de Hollywood, responsable de emblemas de la pantalla norteamericana y poseedora de un archivo invaluable de material fílmico, así como de una vasta red de distribución internacional de contenidos.
Esta es la cuarta gran fusión gestionada por el oligopolio mediático, tras antes haberse agenciado a Pixar, Marvel y Lucas Films. Tres jugadas maestras previas a través de las cuales acaparaban el prestigio artístico de la primera, el rentable potencial de la segunda y la fabulosa imaginería/tronante merchandising del universo Star Wars.
Por conducto de la cuarta anexión recién fraguada, se hará con los canales de cable de recepción mundial FX (sello bajo el cual han visto la luz algunas de las series más interesantes del siglo en la teleficción sajona, como American Horror Story, American Crime Story, Fargo, Louie o Damages) y National Geographic; amén de casi un 40 % de participación en Sky y los derechos de la señal hindú proveedora de televisión Star, dirigida a un mercado indostaní de cerca de 1 300 millones de personas.
De igual modo, Disney será dueña de la señal de los eventos deportivos para Europa y América Latina, giro en el cual ya tenía experiencia previa, pues rige ESPN.
La compañía del ratón también podrá, entre otras muchas ventajas, tomar el 60 % del control de Hulu (responsable de la aclamada teleserie El cuento de la criada), ascendente plataforma en streaming compartida por varios estudios, entre ellos la Fox. Y de paso, le envía la clara advertencia a Netflix de que le sigue la pista y va tras sus pasos. Premonitoria había sido, el pasado agosto, la ruptura del acuerdo con la pionera de la televisión online para la transmisión de sus contenidos.
Por primera vez en su historia Disney será capaz de competir con la hoy día superpoderosa Netflix y, además, con Google, Facebook, Apple y Amazon, en el tema del video en línea.
Engullidas en su inabarcable estómago a Pixar, Marvel, Lucas Films y Twenty-First Century Fox, la compañía de Walt no tiene actualmente rival alguno en Hollywood. La encargada de inaugurar el largometraje de dibujos animados en el cine mediante Blanca Nieves y los siete enanitos 80 años atrás, al fin, se convirtió en la más poderosa del reino; y no hay espejito mágico que se atreva a decir lo contrario.
El propio The New York Times reconoció el 14 de diciembre que «la adquisición que en algún momento parecía impensable ahora podría reconfigurar Hollywood y Silicon Valley. Es el ataque más directo y grande por parte de una empresa de entretenimiento tradicional ante los avances de gigantes tecnológicos que han incursionado en la industria fílmica y de televisión».
A través de sus inconmensurables estructuras anexadas, el sello del castillo no solo dominará la cartelera convencional global de salas cinematográficas, sino que se adentrará con mayor fuerza en los territorios de la televisión e internet.
Tal extraordinario e inédito poder pondrá en una postura de mayor genuflexión y dependencia (si esto todavía fuera posible) a los circuitos universales de distribución y hendirá con renovada fuerza, en todo el planeta, los pilares de la ideología yanki y los modelos de pensamiento/vida preconizados por esta, en cuya misión Disney ha sido abanderada histórica.
Cual señala el filósofo Fernando Buen Abad en su recién publicado ensayo Anatomía ideológica de Disney, «en su base ideológica Disney contiene todos los ingredientes nazi-fascistas que se han “modernizado” en el curso de los años recientes. Se hacen evidentes no solo en sus discursos explícitos, sino en el alma misma de sus modelos organizacionales como empresas monopólicas transnacionales.
La gran emboscada radica en deslizar como inocentes las manías burguesas más insoportables. Desde el Tío Rico hasta la más infernal andanada de procacidades mercantiles y estereotipos conductuales que se despliegan contra niños, adolescentes y adultos (…)».
¿Qué hacer entonces? No ser ingenuos es el primer paso, entrenar el pensamiento, abrir cauce a la verdadera cultura, esa que es liberadora y reconoce lo bueno en cualquier parte, sin importar si lleva o no lentejuelas, si viene o no precedida por los altavoces. Lo más necesario, como diría Buen Abad, es «disponerse a crear las fuentes culturales y comunicacionales transformadoras sin imitar los formatos hegemónicos, sin rendir pleitesía a sus modos alienantes, sin repetir sus vicios. Hace falta claridad política y decisión organizada, hace falta que las luchas todas pongan en sus agendas la batalla de las ideas y la batalla comunicacional en un escenario de disputa simbólica en el que nos va la identidad, nos va la palabra, nos va la vida. Nada menos».
Fuente: Granma