Los mineros, recordemos, están vivos de milagro, pero no han sido víctimas de milagro. El rescate ha sido un deber ineludible y un dividendo político para el gobierno en los días del bicentenario. Y en esta historia, los concesionarios (un eufemismo pinochetista que oculta la plena propiedad) de la mina permanecen en segundo plano, pero son los malos de la película, y el gobierno, que capitaliza mediáticamente, es su cómplice.
Bohn y Kemeny, antes de declararse en quiebra y por lo tanto insolventes, fueron sistemática y criminalmente negligentes con respecto a la seguridad de los mineros. Como casi todos los concesionarios de minas, Bohn y Kemeny también son culpables del «dolo eventual» de haber jugado con la vida de los mineros al pretender enriquecerse un poco más ahorrando sistemáticamente en su seguridad. Ahora que celebramos la salvación de los mineros, ¿podemos olvidar que sólo en San José ha habido 80 accidentes con muertos y heridos en diez años, sin que Bohn y Kemeny, «cegados por la codicia» según comentan muchos, invirtieran en seguridad? ¿Podemos olvidar que Chile, descrito por los medios como un país moderno y eficiente, sigue siendo el país donde los Bohn y Kemeny siempre encontrarán a unos desdichados dispuestos a jugarse la vida por 6 o 7 euros diarios, pues saben que las leyes y el gobierno están de parte del patrón?
No podemos olvidar que Chile, a partir del 11 de septiembre de 1973, es el alumno modelo de la desregulación radical del mundo del trabajo conocida como neoliberalismo, en virtud de la cual unos mineros como estos, cuyos nombres e historias conoce hoy todo el mundo, pero que apenas ganan 200 o 300 euros mensuales (otro detalle sobre el que se pasa de puntillas), si quieren mejorar su seguridad, tienen que enfrentarse a unos tiburones que viven en Seattle o Montreal, y no tanto en Los Condes o Vitacura, los barrios ricos de Santiago.
La verdad es que hoy más que nunca, cuando está en vigor el tratado de libre comercio con Estados Unidos firmado por los gobiernos de centroizquierda de la Concertación ―que sitúa descaradamente el lucro por encima de la seguridad y la equidad―, el gobierno chileno, aunque quisiera, tiene las manos atadas si pretende obligar a los concesionarios a garantizar la seguridad de unas vidas carentes de valor.
En estas semanas hemos visto al ridículo ministro de Minería, Laurence Golborne, lloriqueando una y otra vez al borde de la mina. Esos lloriqueos le han valido en dos meses ser el miembro del ejecutivo más conocido. Pero a partir de mañana el ministro Golborne volverá a ser lo que era antes: el ejecutor material de los intereses de las concesionarias, alineado sistemáticamente contra los mineros en todos los conflictos laborales.
Qué buen país sería Chile si «el cobre fuese nuestro» como lo fue en la época de la Unidad Popular, el único momento en la historia del país en que los mineros tuvieron derecho a decidir sobre su seguridad y su trabajo. El único momento en que la riqueza del cobre no se la llevaban unas multinacionales rapaces y los mineros ganaban salarios dignos.
Convendría recordarles a los informadores de vuelo corto, que en dos meses nunca han mencionado estos detalles, un hecho nada casual: que después del 11 de septiembre, mientras la atención del mundo estaba centrada en el palacio de La Moneda en llamas y el estadio nacional transformado en campo de concentración, Augusto Pinochet encomendó al general Sergio Arellano Stark que rastreara palmo a palmo las minas del norte de Chile. El objetivo era capturar a los mineros que habían sido la columna vertebral de la Unidad Popular y que en aquella militancia, bajo las banderas del Partido Socialista, del Partido Comunista y del MIR, habían encontrado por primera vez dignidad, seguridad y unas relaciones de producción que no fueran inicuas.
Fue la «caravana de la muerte». Por lo menos 200 mineros, víctimas de los siniestros helicópteros que aterrizaban de repente en los poblados artificiales ―donde todavía hoy los ingenieros extranjeros son los únicos que tienen derecho a un trozo de césped, mientras que para los trabajadores chilenos y sus familias sólo hay piedras―, siguen estando desaparecidos.
Tampoco fue un hecho casual que el principal reproche de Henry Kissinger, la eminencia gris del golpe, a Salvador Allende fuera, justamente, la nacionalización del cobre.
Todos los chilenos se han conmovido sinceramente, como el resto del mundo, por la suerte de esos 33 hombres insignificantes que desde hace siglos bajan a las entrañas de la tierra para arrancar la principal riqueza del país que acabará aprovechando a alguien de fuera. Un resto del mundo que no sabe situar el desierto de Atacama en el mapa, como tampoco sabe que debe dar las gracias a esos mineros cada vez que descuelga el teléfono y se comunica con una voz conocida al otro lado del hilo metálico. Pero en el mundo teledirigido, cientos de millones de telespectadores pueden pensar que con la inquietud que sintieron por esos 33 ya «han cumplido».
El país, bajo la mirada del gran hermano mundial, ha dado un gran ejemplo de solidaridad, orgullo, patriotismo y eficacia (tardía). Oro, más que cobre, para el presidente Sebastián Piñera y su gobierno que, en un trance difícil pero al mismo tiempo más limitado que el de Silvio Berlusconi después del terremoto de L’Aquila, ha tenido la más extraordinaria photo opportunity con que podía soñar.
Desde que se supo que los mineros estaban vivos, Piñera se trasladó a la boca de la mina, estrechó manos, prodigó sonrisas y palmaditas en la espalda, abrazó a hombres y mujeres con quienes nunca se habría tomado un café. Antes, durante los días interminables en que se pensaba que los mineros estaban muertos, no había hecho acto de presencia. Después, con los focos encendidos, capitalizó 15 puntos de aumento de popularidad en apenas 15 días. Moduló sus apariciones e incluso programó la liberación de los mineros de acuerdo con los horarios de máxima audiencia televisiva y sus propios compromisos internacionales. Ahora Chile volverá a estar en el cono de sombra de la información, con sus mineros humillados y su corte de los milagros. Y una vez más la televisión nos ha brindado un reality show para adormecer las conciencias.
Autor: Gennaro Carotenuto
Traducido por Juan Vivanco
Fuente: http://www.gennarocarotenuto.it/14245-il-cile-virtuale-il-cile-reale-e-i-suoi-minatori/