Al leer los primeros capítulos de las Sagradas Escrituras, se nos revela que el comienzo de Israel tuvo lugar en Babilonia. Allí, en la ciudad caldea de Ur, en medio de la próspera diversidad de esa cultura ancestral, infectada por la astrología, Abraham, nuestro antepasado, formó un grupo que creía que la unidad espiritual por encima del ego materialista es el camino para alcanzar la felicidad plena (bienaventuranza). Él trató de enseñar esto a sus conciudadanos, sin embargo, todavía no estaban listos para escucharlo y fue rechazado. Pero en lugar de rendirse, fortalecido en la vocación que le dio el Eterno, instruyó a sus hijos y a sus discípulos, y ellos acabarían convirtiéndose en la nación de Israel
Abraham dispersó sus ideas entre todos los pueblos donde peregrinó. Hoy, nosotros, sus descendientes espirituales en Yeshúa, tenemos esa misma responsabilidad. Nuestra tarea es portar la antorcha de la unificación con la Luz Infinita y ser así “una luz para las naciones” que ilumine a toda la humanidad en el camino hacia la unidad con Yahvéh.
Hoy en día, cuando el egoísmo está creciendo desenfrenadamente en las naciones y destruye sin piedad las instituciones fundamentales de nuestras sociedades, necesitamos una cura, un remedio para esa inclinación inherente en nosotros. La Torah (Instrucción) del Eterno no es un conjunto de cinco libros, al contrario, ella es la cura que nos proporcionamos a nosotros mismos al esforzarnos por convertirnos en “una sola voz”, como hizo el antiguo pueblo de Israel.
En esta festividad de Shavuot (Pentecostés), mientras contemplamos el significado de la entrega de la Torah, recordemos que nuestros antepasados solamente la recibieron cuando estuvieron juntos y unánimes. Si queremos restablecer la seguridad y llevar remedio a nuestras comunidades y sociedades, es preciso que alimentemos nuestra unidad.
¡Feliz Shavuot!