La era post-nuclear
Fukushima marca, en materia de energía atómica, el fin de una ilusión y el comienzo de la era post-nuclear. Clasificado ahora de nivel 7, o sea el más alto en la escala internacional de los incidentes nucleares (INES), el desastre japonés ya es comparable al de Chernóbil (ocurrido en Ucrania en 1986) por sus “efectos radiactivos considerables en la salud de las personas y en el medio ambiente”.
El seísmo de magnitud 9 y el descomunal maremoto que, el pasado 11 de marzo, con inaudita brutalidad, castigaron el noreste de Japón, no sólo originaron la actual catástrofe en la central de Fukushima sino que dinamitaron todas las certidumbres de los partidarios de la energía nuclear civil.
Con decenas de construcciones de centrales atómicas previstas en innumerables países, la industria nuclear, curiosamente, se hallaba viviendo su época más idílica. Esencialmente por dos razones. Primero, porque la perspectiva del “agotamiento del petróleo” antes de finales de este siglo, y el crecimiento exponencial de la demanda energética por parte de los “gigantes emergentes” (China, la India, Brasil) la convertían en la energía de sustitución por excelencia (1). Y segundo, porque la toma de conciencia colectiva ante los peligros del cambio climático, causado por los gases de efecto invernadero, conducía paradójicamente a optar también por una energía nuclear considerada como “limpia”, no generadora de CO2.
A estos dos argumentos recientes, se sumaban los ya conocidos: el de la soberanía energética y menor dependencia respecto a los países productores de hidrocarburos; el bajo coste de la electricidad así creada; y, aunque parezca insólito en el contexto actual, el de la seguridad, con el pretexto de que las 441 centrales nucleares que hay en el mundo (la mitad de ellas en Europa occidental), sólo han padecido, en los últimos cincuenta años, tres accidentes graves…
Todos estos argumentos –no forzosamente absurdos– han quedado hechos añicos tras la descomunal dimensión del desastre de Fukushima. El nuevo pánico, de alcance mundial, se fundamenta en varias constataciones. En primer lugar, y contrariamente a la catástrofe de Chernóbil –achacada en parte, por razones ideológicas, al descalabro de una vilipendiada tecnología soviética–, esta calamidad ocurre en el meollo hipertecnológico del mundo y en donde se supone –por haber sido Japón, en 1945, el único país víctima del infierno atómico militar– que sus autoridades y sus técnicos han tomado todas las precauciones posibles para evitar un cataclismo nuclear civil. Luego, si los más aptos no han conseguido evitarlo, ¿es razonable que los demás sigan jugando con fuego atómico?
En segundo lugar, las consecuencias temporales y espaciales del desastre de Fukushima aterran. A causa de la elevada radiactividad, las áreas que circundan la central quedarán inhabitadas durante milenios. Las zonas un poco más alejadas, durante siglos. Millones de personas serán definitivamente desplazadas hacia territorios menos contaminados, teniendo que abandonar para siempre sus propiedades y explotaciones industriales, agrícolas o pesqueras. Más allá de la propia región mártir, los efectos radiactivos repercutirán en la salud de decenas de millones de japoneses. Y sin duda también, de numerosos vecinos coreanos, rusos y chinos. Sin excluir a otros habitantes del hemisferio boreal (2). Lo cual confirma que un accidente nuclear nunca es local, siempre es planetario.
En tercer lugar, Fukushima ha demostrado que la cuestión de la pretendida “soberanía energética” es muy relativa. Ya que la producción de energía nuclear supone una nueva supeditación: la “dependencia tecnológica”. A pesar de su enorme avance técnico, Japón tuvo que acudir a expertos estadounidenses, rusos y franceses (además de los especialistas de la Agencia Internacional de la Energía Atómica) para tratar de controlar la situación. Por otra parte, los recursos del planeta en uranio (3), combustible básico, son muy limitados y se calcula que, al ritmo actual de explotación, las reservas mundiales de este mineral se habrán agotado en 80 años. O sea, al mismo tiempo que las del petróleo…
Por estas razones y por otras más, los defensores de la opción nuclear deben admitir que Fukushima ha modificado radicalmente el enunciado del problema energético. Ahora se imponen cuatro imperativos: parar de construir nuevas centrales; desmantelar las existentes en un plazo máximo de treinta años; ser extremadamente frugal en el consumo de energía; y apostar a fondo por todas las energías renovables. Sólo así salvaremos quizás el planeta. Y la humanidad.