Cuentan que un viejo avaro visitó a su rabino, después de conversar un rato con él su maestro lo llevó hasta la ventana del cuarto y le dijo: Mira, ¿qué ves?
El avaro contestó: Veo hombres, mujeres y niños.
El rabino entonces, tomándole de la mano lo llevó hasta un espejo y le dijo: ¿Qué ves ahora?
Me veo a mí mismo, contestó el anciano.
El rabino entonces le dijo: Tanto en la ventana como en el espejo hay vidrio, pero el del espejo está recubierto de plata, y tan pronto como se agrega este metal, ya no es posible ver a los demás, y sólo se ve uno mismo.
Nuestra vista puede estar cegada por dinero, fama, éxito y muchas otras cosas. Cuando permitimos que ellas ocupen el primer lugar, empezamos a vernos a nosotros mismos, olvidando a nuestro prójimo y las cosas que realmente importan.
Quizás esa es una de las razones por las que el Eterno Dios muchas veces no concede nuestras peticiones, porque Él sabe que el momento en el que tengamos aquello que pedimos podemos perder la perspectiva y dejar de ver a los demás e incluso a Él.
Tener dinero, alcanzar nuestras metas y ser conocidos no son cosas malas, el problema está cuando ponemos nuestro corazón y nuestras fuerzas en esas cosas, olvidando lo verdaderamente valioso.
Mateo, en el capítulo 6, versículo 21, nos muestra esta gran verdad cuando dice: “Donde esté tu tesoro, allí estarán también los deseos de tu corazón”
No descuides las cosas que importan, no te olvides de las personas que amas y que te rodean. Si Dios te bendice con cosas materiales, intelectuales, emocionales o en cualquier área, dale las gracias por su provisión, reconoce que todo lo que tenemos y somos es por Él y su infinita misericordia.
Que tu vista no se recubra con plata como un espejo, sino que se conserve limpia como el cristal para no perder de vista lo que realmente importa. No pongas tu corazón en las cosas pasajeras.