Por P.A. David Nesher
«Fue la vida de Sara ciento veintisiete años; tantos fueron los años de la vida de Sara. Y murió Sara en Quiriat-arba, que es Hebrón, en la tierra de Canaán; y vino Abraham a hacer duelo por Sara, y a llorarla.»
(Bereshit/Génesis 23: 1-2)
No ha terminado Abraham de pasar por una difícil tribulación (la atadura de Itzjak), y ya está en otra. Sara, su esposa fallece, a los 127 años. Resulta interesante decir que Sara es la única mujer de las Sagradas Escrituras (La Biblia) de quien se relata la edad que tenía al momento de su muerte. Esto indica que ella tiene un lugar especial en la historia de la Salvación, y por lo tanto, es un ejemplo que seguir (Isaías 51:1-2). Sara vivió ciento veintisiete años (23:1). Como la madre del hijo de la promesa, se convirtió en la madre de todos los creyentes (Gálatas 4: 31; Rom. 9:7; 1Pedro 3: 2-6), y los códigos lumínicos de su persona eran muy estudiados en las comunidades de talmidim de los primeros siglos.
Ella murió en Quiriat Arba, que significa “la ciudad de los cuatro”, y que con el tiempo llegó a ser conocida como Hebrón, que significa “amigo”, porque Abraham era amigo de Dios (14:13, 18:1). Ellos habían vivido allí muchos años antes. [Esta conexión entre Quiriat Arba y Hebrón se encuentra en otros lugares en la Biblia (Josué 14:15, 15:13 y 59, 20:7, 21:11; Jueces 1:10)].
Por alguna razón, Abraham no estaba presente en el momento de su muerte. Ella estaba en Hebrón, y él estaba en Bersheba (21:33-34; 22:19). Él podría haber ido a un viaje de negocios, o estaba supervisando su haciendo, pues es muy posible que a esta altura ellos tuvieron dos residencias. En cualquier caso, cuando Abraham se enteró de que ella había muerto, fue a llorar a Sara sobre el cuerpo sin vida de su compañera del alma (23:2b). Esta fue la muerte de su amiga y compañera de toda la vida. Esta es la mujer que lo acompañó en todo su peregrinaje de fe. La mujer que puso en peligro su integridad física y moral por salvaguardar a su esposo. Esta es la mujer que dejó a su parentela y tierra de comodidad porque comprendió y aceptó el llamado del Eterno al igual que su esposo. Por todo esto, y a pesar de los errores que su humanidad también cometió, Sara, por su fidelidad y fortaleza espiritual, figura en la lista de los grandes de la fe (Hebreos 11:11).
Por todo esto, Abraham amaba a Sara profundamente, y debe haberle dolido terriblemente no estar con ella cuando murió. Él es el primer hombre, registrado en la Torah, llorando que está de luto por la pérdida de su mujer.
En la expresión “… Y a llorarla…” aparece una letra en tamaño más pequeña, porque Abraham lloró poco. Abraham sabía que este mundo es temporal, y que pronto se reencontraría con Sara en el día de la resurrección de los muertos (Hechos 24:15), por tanto, no era una despedida definitiva y no cabía llorar con desgarro, sino de forma controlada.
Esta actitud concuerda bien con las palabras del apóstol Pablo:
“Pero no queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como lo hacen los demás que no tienen esperanza. Porque si creemos que Yeshúa murió y resucitó, así también Dios traerá con El a los que durmieron en Yeshúa. Por lo cual os decimos esto por la palabra del Señor: que nosotros los que estemos vivos y que permanezcamos hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Pues el Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con la trompeta de Dios, y los muertos en Mesías se levantarán primero. Entonces nosotros, los que estemos vivos y que permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes al encuentro del Señor en el aire, y así estaremos con el Señor siempre. Por tanto, confortaos unos a otros con estas palabras.”
(1 Tesalonicenses 4:13-18)
Por ello, debemos aceptar que, aunque Abraham avinu era un hombre de fe, no sintió que sus lágrimas fueran una manifestación de incredulidad. Llorar por alguien amado, es mostrar que hemos estado cerca, que sentimos mucho la pérdida, que la muerte es un enemigo, y que el pecado ha traído este castigo triste sobre la raza humana.
Durante mis años ministeriales, al asistir a un velatorio, he oído a menudo cómo gente bien intencionada pero ignorante ha dicho a familiares o amigos dolientes: «¡Ahora no llores!» Ese no es un buen consejo, porque Yahvéh nos creó con la capacidad de llorar a fin de que el alma humana se libere de toda angustia que causa una pérdida; por eso Él espera que lo hagamos cada vez que sea necesario. Aun Yeshúa lloró ante la tumba de su amigo Lázaro (Jn. 11:35). El dolerse es uno de los dones de Dios que ayudan a sanar corazones heridos cuando la muerte se ha llevado a seres amados.
Las lágrimas son un regalo del Eterno para poder vencer los efectos de la angustia. El rey y profeta David escribe:
“Has juntado todas mis lágrimas en tu frasco; has registrado cada una de ellas en tu libro”.
(Salmos 56:8 – NTV)
Esto revela que las lágrimas de los escogidos son muy valiosas y significativas para Yahvéh, nuestro Abba. Para quienes conocemos al Señor, nuestras lágrimas de dolor se entremezclan con gratitud. Las lágrimas son el precio que pagamos por las alegrías que compartimos. Son naturales, saludables y necesarias. El apóstol Pablo enseñando a los discípulos tesalonicenses acerca del momento de la pérdida de seres queridos, no les dice que no lloren; sino que les aconseja que no se entristezcan sumidos en depresión «como los otros que no tienen esperanza» (1 Ts. 4:13-18). Las Escrituras en sus líneas recalcan que el dolor del creyente ante las pérdidas debe ser diferente del que no conoce la Instrucción (Torah) del Eterno.
Encuentro oportuno compartirles aquí lo que dice el libro deuterocanónico (apócrifo) Eclesiástico o Sirácida con el objetivo que puedan discernir cuál era la cosmovisión hebrea a la hora del duelo por un muerto:
“Hijo mío, derrama lágrimas por un muerto y entona la lamentación que expresará tu dolor. Luego, entierra su cuerpo como se debe, no descuides nada referente a su sepultura. Gime amargamente, golpéate el pecho, haz el velorio como conviene por uno o dos días para marcar la separación, luego consuélate de tu tristeza.
Porque la tristeza lleva a la muerte, y la pena interior consume las energías.
Que la tristeza se acabe con los funerales: no puedes vivir siempre afligido.
¡No abandones tu corazón a la tristeza, échala y piensa en tu propio fin! No lo olvides: es sin vuelta. Tú te perjudicarías y no le harías ningún bien. Acuérdate de mi sentencia que un día podrás repetir: ¡ayer fui yo, hoy serás tú!
Desde el momento en que el muerto reposa, haz que también repose su recuerdo; consuélate desde el momento en que haya expirado..”
(Eclesiástico 38: 16 -23)
Abraham lloró, y nosotros también debemos entender que tenemos que pasar por el proceso de duelo sin intentar suprimirlo.
En efecto, la muerte no es natural. Es normal que cause dolor, y Yahvéh, nuestro Abba, no considera que llorar la pérdida de un ser querido sea una falta de fe en la resurrección. Como hemos visto en nuestro padre Abrahán y en Yeshúa, las expresiones externas del dolor de corazón no indican una carencia espiritual.
Dice el texto que después de hacer esto Abraham: “se levantó” y lo hizo solo. Este acto nos muestra que el duelo y las lágrimas tiene su parte en los momentos de tragedia pero que no nos podemos quedar así. Abraham no se muestra: apabullado, vencido, devastado, desanimado, confundido, arrasado o trastornado, su vida no se acabó porque su esposa hubiera muerto.
Abraham enterró a su esposa y siguió adelante. Finalmente, se volvió a casar, tuvo más hijos y vivió otros 38 años.
Por eso, también debemos entender y aceptar que cuando la tragedia nos visita no podemos quedarnos en el duelo y el lamento. Es nuestro deber levantarnos y seguir adelante por el Reino del Eterno, por aquellos que nos aman y por nosotros mismos. Piense, la otra opción es la desesperación y eso no es conveniente para el cumplimiento del propósito eterno de Dios en nosotros.